viernes, 30 de noviembre de 2018

Nikolas Tesla-Yo y la Energía


YO Y LA ENERGÍA
NIKOLA TESLA
ÍNDICE


















Presentación
"Superhéroe Tesla",
Textos de Nikola Tesla
Mis inventos
I. Mi infancia
II. Mis primeros esfuerzos como inventor
III. Mis últimos intentos
IV. El descubrimiento del transformador y de la bobina de Tesla
V. El transmisor de aumento
VI.El arte de la tele automática
El problema de aumentar la energía humana




El presidente Obama era consciente de que, en realidad, nada ocurre por primera vez. Hubo un
tiempo en que una Europa adormecida por la contemplación embobada de sus siglos de gloria se
despertó de golpe al ver que un nuevo país, hasta entonces una colonia situada en el
semicivilizado continente americano, le había tomado la delantera. Ya en 1858, para el entonces
futuro presidente Abraham Lincoln, estaba claro que "[nosotros], aquí en América, pensamos
que descubrimos, e inventamos, y progresamos de manera más rápida que cualquier [nación
europea]. Ellos deben de pensar que esto es arrogancia; pero no pueden negar que Rusia nos ha
llamado a nosotros para que le enseñemos cómo construir buques de vapor y ferrocarriles". No
en vano, para Lincoln los mayores avances de la civilización habían sido "la escritura [...] la
imprenta, el descubrimiento de América y la introducción del Derecho de Patentes".

Más de ciento cincuenta años después, el último de sus sucesores en la Casa Blanca tenía claros
qué nombres debían ser enarbolados para incentivar a sus compañeros de mesa: "Esta es la
nación de Edison y los hermanos Wright, de Google y de Facebook; la innovación no es para
nosotros solo un medio de cambiar nuestra vida, es nuestra forma de vivir". Obama acababa de
trazar una línea de continuidad que enlazaba dos de las marcas que más han hecho por
demostrar la profunda capacidad revolucionaria de la tecnología, con los descubrimientos que
originaron el progresivo empequeñecimiento del mundo en el que aún estamos sumidos: la
electricidad y la aeronáutica. Entre esos dos puntos se trazaba un arco de maravilla que por
primera vez había puesto en manos de los seres humanos una capacidad sin precedentes para decidir

su destino; que permitía superar los tabúes que la naturaleza nos había impuesto (la
incapacidad para domeñar los recursos naturales, la imposibilidad de volar); y que había dado
los primeros pasos en la construcción de un nuevo marco de relaciones sociales, quizá germen
de unos cambios más profundos por venir.
Y sin embargo, no era este el único aspecto que compartían dos épocas aparentemente tan
separadas. Hay más similitudes: en un discurso dedicado a los problemas de la inmigración,
pronunciado el 1 de julio de 2010 en la American University School of International Service, el
presidente Obama reconocía el papel de los norteamericanos nacidos como extranjeros, y más
tarde recibidos por un país en permanente construcción, en la forja de ese liderazgo tecnológico
que permitió el nacimiento de la superpotencia:
Siempre nos hemos definido como una nación de inmigrantes. Una nación que recibe a todos
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aquellos que desean abrazar los principios de América. De hecho, es ese constante flujo de
inmigrantes el que ayudó a hacer de Estados Unidos lo que es. Los grandes logros científicos de
Albert Einstein, los inventos de Nikola Tesla, las grandes aventuras empresariales como la U.S.
Steele de Andrew Carnegie y el Google de Sergey Brin... Todo ello fue posible gracias a los
inmigrantes.
Posiblemente, no todos los mencionados por el presidente Obama serían inmediatamente
identificados por el público, por más que se tratara de una prestigiosa institución especializada
en relaciones internacionales. Obviamente, el nombre de Albert Einstein no necesita ir
acompañado de ninguna explicación; los que hubieran seguido algún curso de historia
económica de Estados Unidos conocerían el papel de U.S. Steel, la primera gran corporación
mundial, en la consolidación del modelo capitalista norteamericano; y en cuanto a Google...
bien, si faltaran datos bastaría escribir su nombre en el buscador más importante de internet.
Más difícil resultaría, para la mayor parte de los asistentes, situar el nombre de Nikola Tesla.
Vagamente, los familiarizados con el magnetismo podrían reconocer en su apellido la unidad (el
tesla) que mide la intensidad de un campo magnético, pero es difícil que pasaran de ahí. Y sin
embargo, cuando uno escucha por primera vez su nombre y su extraordinaria historia, descubre
que ese completo desconocido sirve de ábrete sésamo de numerosas puertas que nos llevan a
veces más cerca de la ciencia ficción que de la realidad.
¿Quieren ejemplos? La empresa constructora de los primeros coches eléctricos que pretenden
desmentir el tópico de que estos vehículos son poco más que ciclomotores de cuatro ruedas,
afincada, cómo no, en Silicon Valley, y en cuyo accionariado participan los creadores de
Google, se llama Tesla Motors. Programas de televisión especializados en divulgación popular
como el Canal Historia o la cadena pública norteamericana PBS le han dedicado en los últimos
tiempos completos documentales que le descubren a audiencias más amplias, y hay artistas que
utilizan sus conceptos y sus ideas como inspiración para sus instalaciones y creaciones
artísticas.
El hecho de que el nombre de Tesla haya desaparecido del imaginario colectivo lo ha convertido
en una especie de contraseña, un acertijo que en demasiadas ocasiones queda reducido a un
guiño entre entendidos, apenas disimulado. Si el protagonista de la cinta de animación Lluvia de
albóndigas tiene en su habitación un póster en el que se ofrece una divertida, aunque poco
ajustada a la realidad, imagen de Tesla, un episodio de la serie House nos muestra, tras el
carismático doctor interpretado por Hugh Laurie, la siguiente proclama escrita en la pizarra:
"Tesla was robbed!" ("¡A Tesla le robaron!"). Uno de los personajes de la serie Sanctuary, que
transcurre en una institución que acoge a personas con habilidades, es un vampiro que responde
al nombre de Nikola Tesla, y el gran almacén de maravillas de Almacén 13, una agradable serie
que viene a ser una especie de Expediente X sin ínfulas, fue supuestamente construido por
Thomas Alva Edison, Nikola Tesla y M. C. Escher.
Fuera del campo estrictamente fantástico, nuestro misterioso protagonista también se permite
hacer apariciones esporádicas, incluso sin que lleguemos a verle físicamente. En la abortada y
genial serie creada por Aaron Sorkin Studio 60, que cuenta las vicisitudes de un show televisivo
que viene a ser una especie de Saturday Night Live, se nos cuenta cómo su director y guionista
habían intentado sacar adelante, sin éxito, una gran producción cinematográfica sobre él. En uno
de los cortos integrados en Coffee and Cigarettes, de Jim Jarmusch, Jack, el componente
masculino de The White Stripes, le habla a Meg, la otra mitad del dúo, de las maravillas que era
capaz de hacer quien, para ella, es un completo desconocido. Hasta el momento solo se ha
hecho un biopic de ficción, Tajna Nikole Tesla [El secreto de Nikola Tesla], una cinta yugoslava
de 1980 donde Petar Bozovic encarnaba al científico, y que contaba con una breve intervención
del por entonces necesitado de trabajo Orson Welles en el papel del financiero J. P. Morgan,
pero ya se anuncia para 2012 una nueva producción que podría contar con Christian Bale
interpretando a Tesla.
Su nombre también se cuela en la obra de algunos de los escritores norteamericanos más
importantes de las últimas décadas. Así, un personaje de la novela El Palacio de la Luna, de
Paul Auster, describe de esta manera cómo le impactó encontrarse en persona con él:
Nunca tuve el valor de hablarle, pero eso no importaba. Me inspiraba el saber que estaba allí, el
saber que podía verle cuando quisiera. Una vez, nuestros ojos se encontraron y sentí que veía a
través de mí, como si yo no existiera. Fue un momento increíble. Noté que su mirada atravesaba
mis ojos y salía por la parte de atrás de mi cabeza, abrasando mi cerebro y convirtiéndolo en un
montón de cenizas. Por primera vez en mi vida comprendí que no era nada, absolutamente nada.
No, no me disgustó como usted podría creer. Me dejó aturdido al principio, pero una vez que se
me pasó el susto, me sentí vigorizado, como si hubiera conseguido sobrevivir a mi propia
muerte. No, no es eso, no exactamente. Yo solo tenía diecisiete años, era poco más que un niño.
Cuando los ojos de Tesla me atravesaron, probé por primera vez el sabor de la muerte. Eso se
aproxima más a lo que quiero decir.


Thomas Pynchon, en Contraluz, utiliza la figura de Tesla y le introduce en conversaciones casi
crípticas en las que, aun así, el personaje queda perfectamente retratado en su afán laborioso e
innovador:
Más tarde, ya en el cobertizo, Kit se topó con Tesla, que fruncía el entrecejo ante un esbozo a
lápiz.
-Vaya, lo siento. Estaba buscando...
—Este toroide es la forma incorrecta —dijo Tesla—. Ven, míralo un momento.
Kit echó un vistazo.
—Tal vez haya una solución de vector.
—¿Cómo?
-Sabemos qué aspecto queremos que tenga el campo en cada punto, ¿no? Bien, tal vez podamos
generar una superficie que nos dé ese campo.
-¿Lo ves? -casi preguntó Tesla mirando a Kit con cierta curiosidad.
-Veo algo —respondió Kit encogiéndose de hombros.
—Lo mismo empezó a pasarme a mí cuando tenía tu edad —recordó Tesla—. Cuando
encontraba tiempo para sentarme tranquilo, me venían imágenes. Pero todo se reduce a
encontrar el tiempo, ¿no es siempre así?
—Claro, siempre hay algo... Tareas por hacer, algo.
—Es el diezmo —dijo Tesla—, la deuda que hay que pagar al día.
—No me estaba quejando de las horas que paso aquí, nada por el estilo, señor.
—¿Y por qué no? Yo me quejo a todas horas. De que nunca son bastantes, sobre todo.

Las connotaciones de la obra tesliana la han convertido en una enorme inspiración para muchos
artistas. En el 2006, el Centro Cultural Conde Duque de Madrid acogió en la exposición
Resonancias. Cuerpos electromagnéticos los trabajos de un grupo de artistas que exploraban los
conceptos de vibración y resonancia en los campos de la electricidad y el magnetismo. El
nombre de Tesla aparecía como referencia expresa, como lo hace en las obras del francés
Laurent Grasso, o en varias de las instalaciones creadas por la chilena Francisca García, que
incluso presentó en París una titulada "3327", el número de la habitación del hotel New Yorker
en la que falleció Tesla. Cuando se le pregunta qué es lo que encuentra de inspirador en su
figura, no duda en responder:
Mi interés se centra en varias ideas que tienen que ver con sus ideas y su creatividad, sobre todo
en una constante que tiene que ver con mi trabajo, la mezcla de ficción y realidad. Las ideas que
impulsaron a Tesla a realizar esos descubrimientos científico-técnicos tienen una carga que va
más allá de la satisfacción de necesidades domésticas y mundanas. Es como si Tesla tuviera que
realizar una misión.


La huella tesliana también aparece en los últimos años en el campo de la música: en el 2003 se
estrenó en Hogarth (Australia) la ópera de Constantine Koukia Tesla. Lightning in His Hand.
Con libreto de Marianne Fisher, la obra resume la historia de Tesla desde su llegada a América
hasta su muerte. A la hora de escribir estas líneas, se ha sabido que el cineasta Jim Jarmusch,
quien ya ha incluido referencias al inventor en alguna de sus cintas, está trabajando, junto al
compositor Phil Klein, en una nueva ópera sobre el personaje.
Pero no solo en el campo de la música culta tiene cabida el nombre de Tesla. También ha
habido quien se ha acercado a su figura desde el pop y el rock. En una década tan "eléctrica" y
futurista como la de los ochenta, no es extraño que uno de los grupos de referencia de la música
tecno, OMD, incluyera la canción "Tesla Girls" en su álbum Junk Culture, en el que las chicas
sofisticadas parecían ir de la mano de la tecnología:
No, no, no

Chicas Tesla
Probando nuestras teorías
Sillas eléctricas y dinamos
Vestidas para matar, me están matando
Pero ¡sabe Dios cuál es su receta!
Y en un tono más reivindicativo, acorde con sus melenas de metal de baja intensidad, el grupo
norteamericano Tesla (que no por casualidad titularon uno de sus álbumes The Great Radio
Controversé) no tenía ningún problema en denunciar, en 1991, en su canción "Edison's
Medicine", la injusticia cometida con su olvido:
Todo lo que vio, todo lo que concibió, Simplemente no podían creerlo. Steinmentz y Twain
fueron los amigos que [se quedaron a su lado, Junto con el número tres.
Fue electromagnético, completamente quinético, "El Nuevo Mago del Oeste". Pero ellos eran
unos estafadores y se quejaban
[de que no era de los suyos, Y decían que Edison sabía más.
Tesla también ha sido carne de viñeta. Es el constructor en la sombra de Atomic Robo en la
serie de cómics creados por Brian Clevinger y Scott Wegener,

 un héroe metálico que, desde los
años veinte, deshace entuertos enfrentándose a nazis, extraterrestres y en general todo aquel que
planee, como es de rigor, hacerse con y/o destruir el mundo, en lo que vendría a ser un cruce
entre las aventuras de Indiana Jones y el Hellboy de Mike Mignola. Más interés tiene The Five
Fists of Science, de Matt Fraction y Steven Sanders,

 en el que Tesla se convierte en una especie
de superhéroe con identidad oculta: por el día es un elogiado inventor, mientras que por la
noche utiliza sus creaciones para hacer el bien en las calles de Nueva York, al estilo de Batman.
Pero sus habilidades no acaban ahí y, confabulado con Mark Twain y la baronesa Bertha von
Suttner,

 pone en marcha una estratagema para crear una falsa amenaza que una a todos los
países del mundo y desbarate los planes de malvados como Edison (pero ¿no había dicho
Obama que era un benefactor?), J. P. Morgan, Andrew Camegie (¡y este!) o Marconi.
De hecho, es fácil pensar en Tesla como una figura capaz de inspirar, aunque sea
inconscientemente, gran parte de la iconografía derivada del subgénero conocido como
steampunk, el eco en nuestros días de un tiempo en el que la fe en las capacidades de la
tecnología parecía poner cualquier prodigio al alcance de la mano, una época fronteriza entre la
nueva maravilla y los últimos coletazos de la barbarie supersticiosa. Desde este punto de vista,
no es difícil rastrear su huella en la serie Captain Swing and the Electrical Pirales of Cindery
Island, de Warren Ellis y Raulo Caceres,

 situada en el Londres de 1830 y protagonizada por un
capitán pirata muy particular, poseedor de un barco volante que, como el resto de sus armas y
máquinas, se alimenta de electricidad y la extrae del aire. Sus creadores no esconden la
influencia de los inventos de Tesla, de su visión de un futuro de energía inalámbrica, libre e
inagotable, así como de su determinación para derrotar a un grupo de poderosos que pretenden
alejar al común de los mortales de la utopía, abortando un salto tecnológico que inevitablemente
derivaría en otro evolutivo.
El universo superheroico, como no podía ser menos, tampoco ha permanecido ajeno al
personaje: la serie de DC Comics JLA: Age of Wonder especula con una ucronía en la que
Superman, en vez de caer a la Tierra en el siglo xx, lo hace en 1850. Tras ser explotado junto
con Tesla en el taller de Edison, ambos mantienen una relación en la que el rayo de la muerte,
otra de las constantes del mito tesliano, ayuda al kiiptonita en su ardua tarea de salvar al mundo
del malvado Lex Lullior. Sin embargo, si hay una representación ambiciosa de Tesla que haya
llegado a nuestras librerías es la de la novela gráfica RASL, una Creación de Jeff Smith, autor de
Bone, una de las sagas de mayor éxito del cómic contemporáneo, y en la que un ladrón de arte
utiliza una máquina de tecnología tesliana para saltar entre universos paralelos robando obras de
gran valor. El principal mérito de la obra de Smith |l que, en un argumento de ciencia ficción
que toma prestados varios ( conceptos de la física más avanzada, logra insertar un retrato
ajustado de Tesla, relacionándolo con las leyendas sobre su figura mediante viudas dibujadas a
partir de imágenes reales, que trazan un retrato entre admirativo y desolador del científico.
Pero si hay un campo en el que el nombre de Tesla se ha multiplicado de manera exponencial es
el del videojuego, normalmente ligado a dispositivos presuntamente creados por él [Silent Hill,
Lara Croft Tomb Raider, Command & Conquer: Red Alert, Return to Castle Wolfenstein,
Ratchet and Clank, Fallout 3,

" Lara Jones y el Secreto de Nikola Tesla..), o incluso
incluyéndolo como personaje, como en el divertido juego de plataformas Tesla: The Weather
Man, en él que un sosias del inventor se enfrenta a los robots construidos por el malvado Edison
(¡otra vez!) manipulando el tiempo atmosférico, coleccionando palomas y siguiendo los
consejos de su buen amigo Mark Twain... Por su parte, Dark Void, videojuego de 2010 que
tiene un buen número de seguidores, reserva a Tesla un papel bastante lucido, el de un
equivalente al C¿ de James Bond, que dota al protagonista de los gadgets necesarios para la
resolución de sus espectaculares aventuras.
Videojuegos, comics, literatura, canciones... y miles de páginas web donde se trata, de manera
más o menos fundada, de su obra y su vida. Introducir el nombre "Nikola Tesla" en la versión
española del buscador Google, arrojaba en la tarde del 28 de marzo de 2011 cinco millones de
resultados, prácticamente los mismos que "Thomas Edison". Deambular por ellas es asistir a un
cruce de referencias en el que realidad y ficción terminan confundiéndose, en el que el hombre
real se solapa con el superhéroe en que muchos desearían verle convertido, el punto crucial para
la explicación de los misterios más recurrentes de la galaxia de la conspiranoia. Y sobre todo, es
la constatación de una admiración sin límites, a veces rayana en la credulidad más extrema,
hacia un hombre que tuvo en sus manos la liberación de unas fuerzas ambivalentes, tan capaces
de salvar a la humanidad como de destruirla.
Una perspectiva demasiado bizarra para quien, de todas formas y por sus propios logros, hizo
méritos más que suficientes para ocupar un lugar de honor en la memoria colectiva, y que sin
embargo quedó prácticamente borrado de la historia oficial, convertido en algo demasiado
parecido a una incógnita. Es hora de comenzar a dibujar los verdaderos contornos que asoman
tras la densa niebla del mito.
LAS MIL CARAS DE TESLA
En 2006, Christopher Nolan estrenó su película El truco final-El prestigio, adaptación de la
novela de Christopher Priest The Prestige. Tras el enorme éxito de Batman Begins, la cinta que
devolvió a primera línea al personaje del hombre murciélago, el director británico se atrevió con
una historia ambientada a finales del siglo xix, y que enfrentaba a dos magos ingleses en una
loca carrera por el truco perfecto, el indetectable, el que superase todas las barreras de la física y
de lo posible.
En un momento fascinante de la película, uno de los magos, interpretado por Hugh Jackman,
viaja hasta un lugar remoto llamado Colorado Springs para visitar a un científico que
proclamaba haber inventado artefactos increíbles, cuyas demostraciones técnicas eran
prohibidas por la policía por su aparente inseguridad, y que se veía obligado a trabajar oculto
del mundo, especialmente de unos agentes misteriosos enviados por Thomas Alva Edison (otra
vez) para espiar, robar y destruir sus inventos.
El personaje tarda en aparecer en escena y durante bastante metraje le conocemos tan solo de
oídas. Pero su obra le antecede: lo primero que ve Robert Angier, el aristócrata metido a mago
que busca el artilugio para el truco definitivo, aquel que haga realidad lo que Arthur C. Clarke
definía como el punto en el que la ciencia se confunde con la magia, es un escenario que no
puede ser más espectacular: una gran pradera a los pies de las Montañas Rocosas, en la que
apenas un lejano racimo de luces nos indica que la electricidad está extendiéndose por el
inmenso y aún no suficientemente poblado territorio.
Esa lejana referencia de luz, de repente, empieza a apagarse; el acompañante de Angier, un
ayudante de Tesla llamado Alley, le informa de que los habitantes de Colorado Springs
permiten al inventor utilizar toda la potencia del generador local para sus experimentos. Algo
que, en realidad, no tiene nada de extraño; si ha sido Tesla el que ha otorgado a aquella tierra la
bendición de la luz, ¿quién si no él podría tomarla prestada para sus experimentos, para ahondar
más en su búsqueda y traer nuevas bendiciones, al pueblo norteamericano primero y al mundo
entero después? Algo parecido ocurre en la actualidad con la ciudad de Ginebra y el gran
colisionador de ladrones, el LHC, una de las más apasionantes creaciones del intelecto humano,
salvo por un detalle: en nuestros días, cuando se aproxima la Navidad, el LHC cesa sus
actividades para no perjudicar la actividad comercial.
El contraste es evidente: hoy, ninguna búsqueda, por esencial que sea, debe alterar nuestra
rutina, nuestros móviles cargándose por la noche, nuestra nevera en continuo funcionamiento,
nuestros relojes eléctricos, las luces que hacen de nuestras calles sitios seguros por los que
pasear... Sin embargo, en 1899 la luz eléctrica era aún un don frágil del que la gente podía
prescindir durante un tiempo al día, de la misma manera que los judíos del Éxodo no esperaban
que el maná estuviese cayendo continuamente. Más de un siglo después, la electricidad nos
rodea como el aire, y de la misma manera que no nos podemos permitir dejar de respirar ni por
un segundo, la perspectiva de que se pueda interrumpir el fluido nos resulta simplemente insoportable.

Hace tiempo que hemos expulsado la oscuridad, y rodeados de electricidad nos
sentimos cómodos. Lo que antes era un prodigio se ha convertido en algo cotidiano,
imprescindible, descontado y, por ello, poco valorado.
Probablemente Tesla, que veía en las posibilidades de la electricidad la oportunidad para que el
hombre ascendiera a un nuevo nivel en su búsqueda de la perfección, experimentaría hoy una
extraña mezcla de frustración y contento. Se sentiría satisfecho por la profunda huella que sus
ideas han dejado en un mundo que poco se parece al de hace ciento cincuenta años, y que se
encuentra inmerso en una ola transformadora continua e imparable; y frustrado porque, en
realidad, ese salto que creía inseparable de las nuevas tecnologías aún no se ha producido: nos
estamos convirtiendo en otra cosa, pero no parece que lo que somos ahora sea ni mejor ni peor
de lo que éramos antes.
Quizá en la mente de Tesla lo que habría tenido que ocurrir es lo que la película muestra como
una certera metáfora: cuando las lejanas luces de la ciudad de Colorado Springs se han
terminado de apagar, un resplandor repentino parece surgir de la misma tierra, a partir de
innumerables bombillas clavadas directamente en el suelo. Sin cables, sin un aparente
generador, una luz milagrosa parece nacer del suelo, como de unas plantas extrañas que
hubiesen crecido a partir de alguna siembra extraterrestre.
Y es en ese carácter envolvente, casi mágico, de lo que no es más que la domesticación de unas
leyes naturales férreas cuya definición había permanecido oculta durante miles de años para los
hombres, que se manifestaban tan solo a través de la demoledora exhibición de los rayos de los
dioses, y que solo un puñado de sabios del siglo xix acertó a comenzar a desentrañar, donde
reside el punto diferencial de Tesla. Porque, no contento con ello, pretendió convertirla en la
más poderosa herramienta de industrialización y civilización que el ser humano haya tenido en
sus manos. Intuyó que tras esos fenómenos se escondía el secreto del universo, un gigantesco
mecanismo en el que el hombre solo podría crecer si era capaz de formar parte de él, vibrar con
él, sentir que las más mínimas y lejanas variaciones de lo que nos rodea nos condicionan y nos
convierten en lo que somos. Porque, para Tesla, la fuerza de voluntad era el mayor regalo al que
podía aspirar el ser humano, y esta solo desplegaba su verdadero potencial cuando se fundía con
el cosmos.
El tiempo, en realidad, le ha dado la razón. Todo el progreso de la ciencia no ha hecho más que
demostrarnos hasta qué punto nuestra existencia como especie, y como individuos, está ligada a
una red tan tupida de influencias que la frontera entre la existencia y la extinción es tan fina
como compleja en su definición. Y mientras esa nueva conciencia va abriéndose paso, vivimos
sumergidos en nuestro propio líquido amniótico, un océano de electricidad que no solo nos deja
estar vivos, sino que nos mueve, nos da de comer, nos permite trabajar, nos cura. Si se
suprimiera de un plumazo la obra de Tesla, nos veríamos de nuevo arrojados a la oscuridad casi
completa en la que la humanidad permaneció durante milenios... solo para descubrir que ya no
sabemos vivir así, y tener que aprender de nuevo lo que supimos durante la mayor parte del
tiempo que llevamos sobre el planeta, y que ahora hemos olvidado.
A pesar de ello, Nikola Tesla es el gran desconocido. Promociones enteras de ingenieros salen
de las escuelas sin saber de su existencia, mientras se dedican a construir centrales
hidroeléctricas, grandes y pequeños motores, sistemas de distribución de alta tensión, redes inalámbricas,

estaciones de radio y mil artilugios en cuyo nacimiento la sobrexcitada mente del
croata, en mayor o menor medida, tuvo que ver. Como si el hombre se hubiera transformado en
su obra, como si hubiera disuelto completamente su identidad en ella. Y en cierta forma, quizá
sea ese el mayor homenaje que pueda recibir quien aspira a cambiar el mundo: que lo que ha
creado pase a formar parte tan inseparable de la vida de la gente que ni siquiera sea capaz de
reparar en su existencia.
De ahí que su nombre lleve camino de abandonar la carnalidad para convertirse en algo
intangible e indefinible. Apoyada, sobre todo, en el aura de misterio que envolvió su figura en
sus últimas décadas de vida, y en el culebrón conspiranoico que se formó en torno a sus papeles
perdidos, supuestamente ocultados por el Gobierno americano (hasta el FBI, en su página web,
ha tenido que incluir esa incautación como uno de los diez mitos más difundidos sobre la
actividad de la agencia), la figura de Tesla se ha convertido en un molde que puede rellenarse a
voluntad del consumidor. Si pocos años después de su muerte hubo quien proclamó que en
realidad no era de este mundo (sino, más concretamente, de Venus), hoy vemos cómo se le
relaciona con los grupos más heterogéneos: los que denuncian la existencia de tecnologías
misteriosas utilizadas por los gobiernos para manipular el clima y hasta los terremotos,
defensores del vegetarianismo extremo, budistas, creyentes en la parapsicología... El rastro
borrado del paso de Tesla por el mundo deja un hueco en el que los perfiles posibles se
multiplican, hasta el punto de convertirle en el mayor filántropo o el más peligroso de los
villanos.
Tesla ha terminado encarnando todos los símbolos que atribuimos a la ciencia: la capacidad del
ser humano para transformar la realidad, aparentemente inamovible, con el único recurso a
nuestras mejores capacidades intelectuales y lógicas. No es casualidad que el monstruo de la
película Frankenstein, de James Whale, nazca bajo los rayos lanzados por unas monumentales
bobinas Tesla, porque la electricidad fue, desde el principio, la clave con la que el hombre pudo
empezar a pisar por fuera del estrecho terreno que tenía reservado.
De hecho, si existió alguien sobre la tierra capaz de ser en la vida real lo que Víctor
Frankenstein representa en la ficción, ese fue Tesla. Y con todas las ambivalencias posibles;
como el creador del monstruo que encarnara Boris Karloff, era un hombre entregado a liberar a
la humanidad, creador de unas tecnologías que erradicarían el hambre y la ignorancia. Era
también el científico que proclamaba la necesidad de que las naciones se dotasen de ejércitos de
autómatas y rayos de la muerte instantáneos. Era amigo de poetas, escritores, artistas y músicos,
amante de la belleza y la perfección. Era quien hablaba de la posibilidad de comunicarse con
otros planetas, y que incluso afirmaba haber recibido una señal del espacio exterior. Era el
precursor de un sistema que aseguraría el transporte de energía sin cables, terminando con el
monopolio de las grandes empresas y facilitando energía libre para toda la población. Era la
persona que mantuvo, en sus años finales, relaciones con oscuros personajes surgidos de la
efervescencia siniestra de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX. El visionario que
alertaba sobre el peligro de la sobreexplotación de los recursos naturales y la necesidad de
conservar el equilibrio ecológico. Era el anciano que hacía del cuidado y la alimentación de las
palomas su ocupación principal...
Era todo eso. Y al serlo, encarnaba muchos de los impulsos ocultos que, en un modo u otro,
configuran nuestra relación con el mundo, los logros y los peligros de la revolución científica y
tecnológica, las contradicciones llenas de posibilidades y riesgos ante las que la humanidad
entera se juega su supervivencia. Y de la suma de tantos aspectos, ninguno falso pero cada uno,
por separado, incapaz de explicar la totalidad de su figura, surge un retrato fascinante, el hombre
que comienza a definirse bajo el contorno del mito.
Por todo ello, y antes de desperdigar nuestro interés por una biografía que contiene elementos de
sobra para terminar extraviados en los puntos más pintorescos, conviene establecer unas
referencias nítidas que el lector debe tener en cuenta, para enfrentarse luego a los aspectos más
increíbles o literarios. Y esto es, que si Nikola Tesla merece ser recordado es por sus logros
verdaderos, objetivos y medibles, los únicos que fijarán su lugar en el mundo. A saber:
1. Que Nikola Tesla es el descubridor de la aplicación más importante derivada de la corriente
alterna, el motor de inducción polifásico, el verdadero responsable de que la electricidad pasara
de ser un fenómeno más o menos llamativo y apasionante a ser una verdadera fuerza que
transformó los medios de transporte y la vida cotidiana. Tanto es así, que su diseño original
apenas ha cambiado en la mayor parte de los motores eléctricos existentes.
2.  Que la tecnología creada por Nikola Tesla fue la única capaz de iluminar grandes ciudades y
enviar la electricidad a miles de kilómetros de distancia; gracias a ella, los tímidos balbuceos
puestos en marcha por Edison tuvieron un impulso definitivo cuando la compañía de George
Westinghouse, utilizando las patentes de Tesla, ganó el concurso para iluminar y electrificar la
Exposición Colombina de Chicago de 1893, la aún hoy impresionante Ciudad Blanca.
3.  Que gracias a Nikola Tesla fue posible construir la primera gran central hidroeléctrica del
mundo, situada en las cataratas del Niágara, y capaz de suministrar energía a un quinto de la
población estadounidense al poco tiempo de su inauguración, en 1896.
4.  Que Nikola Tesla exploró las posibilidades de la "luz fría", y que sus investigaciones fueron
cruciales para el desarrollo de lo que más tarde hemos conocido como fluorescentes.
5.  Que Nikola Tesla fue uno de los primeros en alertar sobre la escasez de los recursos
energéticos. Que cuando la industria derivada del petróleo apenas empezaba a extenderse y
prácticamente no existía lo que hoy conocemos como conciencia ecológica, ya advirtió de la necesidad de explorar otras fuentes deenergíaen principio inagotables, como la solar,la eólica o
la geotérmica.

Que Nikola Tesla comprendió, con mentalidad visionaria, las posibilidades que ofrece la
transmisión inalámbrica de electricidad. Que, fruto de sus descubrimientos, en 1898 hizo la
primera demostración pública de un barquito dirigido por radiocontrol (que, por cierto, no
interesó a nadie), e hizo innumerables demostraciones a visitantes ilustres en su laboratorio de
lámparas y bombillas que se encendían en ausencia de cable alguno, respondiendo a la energía
con la que llenaba el ambiente de la sala.
7.  Que, a partir de sus investigaciones, vio clara la posibilidad de una telegrafía sin hilos que,
en última instancia, no es otra cosa que lo que hoy conocemos como radio. Que registró una
serie de patentes que se revelaron cruciales para que Marconi pudiera transmitir, en 1901, la
primera señal radiofónica trasatlántica, que fue la letra "S". Que en 1943, y como consecuencia
de la controversia que rodeó la paternidad del invento de la radio, el Tribunal Supremo de
Estados Unidos reconoció que Marconi había pirateado las patentes de Tesla para crear su
prototipo, y le negó todo derecho sobre el invento para otorgárselo a Tesla (algo que no pudo
disfrutar porque, para entonces, llevaba varios meses muerto).
8.  Que, como un proyecto de mucho mayor calado que el creado por Marconi, Tesla inició
tímidamente la construcción de una red que cubriría todo el planeta enviando grandes
cantidades de energía a cualquier parte del globo, a un coste verdaderamente reducido. Un
sistema que, además, permitiría la transmisión de mensajes, imágenes y sonido, en una
cobertura general que adelantaba el concepto de aldea global que McLuhan estableció varios
decenios más tarde. Que el primer escalón en esta magna obra tendría que haber sido la torre de
Wardenclyffe, cuya construcción inició en Long Island en 1901 con financiación del poderoso
John Pierpont Morgan, y que nunca se culminó porque el propio Morgan, sin dar nunca una
explicación satisfactoria, dejó de sufragarlo a la mitad.
9.  Que el número de inventos e ideas, patentadas o no, por Tesla a lo largo de su vida (unas
setecientas) le convierten en uno de los cerebros más visionarios y capaces de la historia.
Porque, más allá de que algunas de sus propuestas resultaran descabelladas, las intuiciones que
le hicieron entrever líneas de investigación, artefactos y conceptos que solo con el paso del
tiempo han empezado a explorarse ofrecen un sorprendente grado de acierto, como si el futuro
se esforzara en parecerse al que él imaginaba: de las diversas aplicaciones de la transmisión
inalámbrica de que disfrutamos hoy en día (de la radio a la telefonía móvil, del wi-fi a la aún
incipiente "witricidad",
11
 la electricidad sin cables), a los aparatos de despegue vertical, las
bobinas Tesla, la turbina sin aspas, las elucubraciones sobre comunicación interplanetaria, las
tecnologías capaces de alterar el tiempo atmosférico o provocar terremotos, etc.
Estos son los hechos incontrovertibles. Pero a partir de aquí nos aden-11 unos en otro terreno: el
del Nikola Tesla personaje. En El truco 1111 al-El prestigio, el aristócrata termina por conocer
al misterioso individuo que parece hacer magia con la electricidad. Y el escenario y su aparición
no pueden ser más teatrales: sale de detrás de una de sus inmensas bobinas, que llena el aire de
rayos y chisporroteos, COn un sonido estremecedor, como de una tormenta encerrada en un
Almacén. De esa cortina que parece sumida en una especie de elec-11 oí ución permanente
surge una figura alta, elegante, que camina Ifguida, con decisión y gesto solemne. Lleva bigote,
el pelo perfectamente peinado, cada detalle de su vestimenta en su sitio. Llega hasta |]
aristócrata y, con un inglés marcado por un acento que sugiere la lejana y vieja Europa, le pone
una bombilla en una mano. Luego, le loma la otra y, milagrosamente, la bombilla se enciende,
recogiendo la electricidad con la que ese prodigioso aparataje ha sembrado el aire y sus cuerpos.
¿Es este Nikola Tesla? No, y es una pena: solo es David Bowie interpretándole. El caso es que,
en realidad, no existe demasiado parecido Rlico entre ellos, más allá de los detalles que el
vestuario, el maquillaje, ll elegancia de la voz y el porte del que fuera "el hombre que cayó a la
Tierra" logran incorporar al retrato. Pero basta ver una foto de Nikola li'sla para darse cuenta de
que ahí se terminan las semejanzas.
Sabemos que Nikola Tesla medía cerca de dos metros, que su presencia nunca pasaba
inadvertida, y que era capaz de destilar un enorme magnetismo que le hacía centro de todas las
miradas, tanto masculinas como femeninas. Y sin embargo, no podemos ir más allá de las
fotografías existentes: a pesar de que murió ya bien avanzado el siglo XX, en 1943, no se
conserva ninguna película en la que podamos verle moverse, ni grabación alguna de su voz.
Aun así, los testimonios de la época nos dicen que, en realidad, debía de sonar más aguda que la
de Bowie, aflautada incluso, y eso nos ayuda mucho a imaginarnos cómo podían transcurrir sus
conversaciones con personajes como Edison, capaz de estallar en bramidos de furia; J. P.
Morgan, que sembraba sus conversaciones con las cautelas y el retorcimiento expresivo de todo
negociante, o un industrial e inventor como George Westinghouse, amigo de llamar a las cosas
por su nombre, alérgico a hablar en público y enemigo de la retórica.
En ese entorno, ¿qué pintaba un hombre como Nikola Tesla, amante de la poesía y el ballet (y el
boxeo, todavía por entonces un deporte de caballeros), con un espíritu marcado por una
debilidad nerviosa que arrastraba desde la infancia, entre aquellos titanes que hacían negocios
nunca vistos mientras construían el mundo del mañana? En cierta manera, parecía tener la
partida perdida de antemano: cuando emigró a Estados Unidos, se llevó con él la forma de
pensar de un mundo que ya agonizaba, y que quedaría definitivamente barrido de la historia
treinta y cinco años después, con el estallido de la Gran Guerra. Un mundo en el que los
técnicos se formaban también en la literatura, en el que los científicos podían discutir con los
filósofos sobre los misterios de la vida.
Pero a su llegada a Estados Unidos tuvo que enfrentarse a un panorama totalmente distinto, de
preocupaciones mucho más inmediatas. Y sin embargo, el que sobre el papel parecía destinado a
sofocar su genio, fue en realidad el lugar perfecto para que este estallara, casi el único escenario
que en aquel momento podía servir de catalizador para la profunda transformación que
comenzaba: el Nueva York de finales del xix y principios del xx.
LA INCUMPLIDA PROMESA DEL FUTURO
En cierta manera, tenemos la sensación de que el futuro que nos prometieron nunca llegó.
¿Cuántos crecimos convencidos de que en el año 2000 los coches volarían, que viajar a la Luna
o Marte sería algo cotidiano, y que la teletransportación nos ahorraría las molestias del extravío
de maletas, las huelgas de controladores, los volcanes desatados, las amenazas de potenciales
atentados terroristas o cualquiera de los cientos de combinaciones que acaban con nuestro avión
varado?
Para nuestra decepción, basta con darnos un paseo para comprobar que hay demasiadas cosas
que siguen igual que hace cincuenta o setenta y cinco años. El traje y la corbata continúan
siendo el uniforme de los negocios y los actos sociales, el pelo convenientemente cortado la
manera más conveniente de no llamar la atención y los discos de The Beatles y The Rolling
Stones siguen en los primeros puestos de las listas de éxitos. La nostalgia se ha convertido en un
estado permanente.
¿Dónde se quedaron entonces las promesas? La carrera espacial languidece, y ninguna noticia
científica es capaz de transmitir una ilusión siquiera parecida a las de las décadas prodigiosas de
1960 y 1970. Sí, seguimos progresando, qué duda cabe, pero no sentimos que los cambios
¡Hieren demasiado lo que ya conocemos. Las fechas más optimistas para una posible expedición
a Marte la demoran aún varias décadas, y solo en el terreno de la informática y la extensión de
las redes sociales puede percibirse una cierta transformación de hábitos y costumbres. Pero, eso
sí, el coche volador sigue siendo una quimera; seguimos anclados en la vieja, venerable y
prodigiosa rueda.
Y sin embargo, hubo un tiempo en el que cualquier prodigio parecía posible, en que abrir las
páginas de los diarios era asomarse a una nueva maravilla: la construcción de máquinas capaces
de volar de Nueva York a Londres en pocas horas, algo tan inimaginable en su momento como
para nosotros sería el desplazarse a otro planeta del Sistema Solar; comunicarse con los
extraterrestres, pisar cada lugar de la Tierra, por inhóspito que fuera; vivir cien años, encontrar
energías inagotables... Todos esos avances no parecían predicciones a largo plazo, sino
realizaciones a punto de lograrse, que se podían ir celebrando.
Soltada a bocajarro la pregunta de en qué época la ciencia y la tecnología humana progresaron
más rápidamente, lo más fácil sería responder que en el siglo xx, quizá en nuestros días. Sin
embargo, Jonathan Huebner, físico del Naval Air Warface Center, dice que no. Este científico
estableció un criterio objetivo para medir diversas épocas mediente un método que dividía la
cantidad total de innovaciones de cada momento entre el número de habitantes que el planeta
tenía en ese instante. El resultado no dejó lugar a dudas: el máximo de innovación se alcanzó en
el periodo que va de 1873 a 1916, sobre todo en Estados Unidos,'
2
 y por encima de lo que ocurre
en nuestros días.
¿Por qué? Se han escrito innumerables ensayos que describen y analizan el proceso de
transformación política y social que afecta al mundo de manera continua, y en cambio escasean
las páginas que tienen en cuenta la profunda revolución que supuso la irrupción de la ciencia y
la tecnología como herramientas principales del progreso. Si en el siglo xvín James Watt había
introducido la máquina de vapor, cien años después se produjo un cambio aún más radical con
la comprensión y domesticación de una fuerza hasta entonces sin parangón: la electricidad.
Conocida desde antiguo como una extraña manifestación divina capaz de sacudir el cielo en
forma de relámpagos, y bautizada a partir de la barra de ámbar (elektron) que utilizaba Tales de
Mileto frotándola con un trapo para atraer objetos pequeños, parecía algo impresionante pero
poco útil para el ser humano. Como toda fuerza divina, no podía ser contenida ni almacenada, y
ni siquiera se sabía muy bien para qué servía, hasta que una serie de nombres fueron
relevándose en la labor de desentrañar su naturaleza. Desde Benjamín Franklin y su
descubrimiento del pararrayos, el primer paso para su domesticación, hasta científicos como
Ampere, Ohm, Coulomb, que van poco a poco descubriendo las peculiaridades de un fenómeno
que iba revelando sus leyes internas. Y claro, también está Galvani, quien accidentalmente
observó las sacudidas de un anca de rana muerta cuando entraba en contacto con una pieza de
metal electrificada, un descubrimiento que disparó las mentes por su enorme potencial simbólico.
Así, no es raro que empezasen a abundar los convencidos de que lo que se había hallado era, ni
más nimenos, la fuerza que definía la vida, el aliento que distinguía a los seres animados de los
inanimados...de ahí al Victor Frankenstein de Mary Shelley no había más que un paso.

Y sin embargo, el gran salto adelante no vendría hasta que se comprendió que dos fenómenos
aparentemente diferentes como la electricidad y el magnetismo eran, en realidad, caras de la
misma moneda. Como tantas veces, volvió a ser cuestión de casualidad: en 1819, un oscuro
profesor danés, Hans Christian Oersted, observó sorprendido cómo la aguja de una brújula
giraba para señalar un cable por el que en ese momento pasaba la corriente, y volvía luego a su
posición habitual, señalando el norte magnético de la Tierra, cuando se cortaba el flujo. La
noticia de ese descubrimiento saltó rápidamente las fronteras porque demostraba que la
electricidad, al pasar por un circuito, creaba un campo magnético. Quedaba por demostrar si
también ocurría al contrario.

Poco más de diez años después, en 1831, uno de los mayores genios de la ciencia del siglo xix,
el inglés Michael Faraday, realizó una serie de experimentos que establecieron por fin la
naturaleza inseparable del magnetismo y la electricidad. Hizo, además, un descubrimiento
crucial: el fenómeno de la inducción, que fue un paso más allá al demostrar que la combinación
de electricidad y magnetismo podía crear movimiento, lo que permitió la construcción del
primer y primitivo motor eléctrico, y abrió las puertas a las primeras aplicaciones prácticas de lo
que, hasta entonces, no pasaban de experimentos de salón. James Clerk Maxwell, en la década
de 1860, terminaría de definir el escenario al fijar en una serie de ecuaciones la relación entre
ambos conceptos, el único aspecto en el que Faraday, que no era buen matemático, había
fracasado.

A partir de aquí, el vértigo. La electricidad irrumpió en la vida cotidiana cuando unos avispados
emprendedores comprendieron que aquella fuerza, objeto de tanta controversia científica (¿qué
es, qué la produce y qué puede hacer?) podía generar beneficios económicos muy reales. I) lo
que es lo mismo, lo que había sucedido con el vapor, solo que en un grado e intensidad mucho
mayores. Pero, curiosamente, no fue <n la generación de potencia ni en el desarrollo de motores
donde se produjo la primera innovación significativa, sino en otro ámbito apa-1 «lilemente más
modesto, pero que propició un cambio de mentalidad n revocable: el telégrafo.
En un principio, la electricidad y el vapor unieron sus fuerzas para poner patas arriba un mundo
que había permanecido básicamente inmutable, en lo tecnológico, durante siglos. Porque los
primeros ca-bles que se tendieron sobre campos y ciudades siguieron otras líneas previamente
trazadas, e igualmente en expansión, y que recorrían a diario esos grandes monstruos que
representaban el progreso: las locomotoras. Con su potencia cada vez mayor, surcaban una red
cada ve/, más tupida que iba acortando las distancias y obligando a revisar conceptos que hasta
entonces no habían merecido excesivo interés; tic repente, se hacía imprescindible un método
exacto de medición 1I1I tiempo, para coordinar cientos de convoyes que surcaban las nuevas
líneas.

En cierta forma, el vapor trajo consigo una obsesión Inédita por la exactitud, algo que
la electricidad no hizo más que multiplicar.
I .a expansión del telégrafo, gracias a personajes como Samuel Morse, M lú/.o cuestión de
estado en un gigante que iba ensamblando sus parles mientras se desperezaba y se extendía
hacia el oeste, apoyándose en guerras -contra las fuerzas colonizadoras primero, los nativos después
y finalmente el vecino mexicano—, la presión constante de una inmigración que aportaba miles
de personas cada mes, y los grandes recursos naturales de una tierra que era casi un
continente. Un inmenso territorio que, sobre todo, alimentaba la convicción de ser una verdadera
tierra de promisión, el Nuevo Mundo, que recogería el testigo de la herencia europea,
superando sus limitaciones y llevándola a un nuevo grado de civilización.

El traspiés que más amenazó tan alto proyecto fue la Guerra de Secesión, un conflicto que abrió
enormes heridas que, aún hoy, se perciben en la vida política y social norteamericana. Pero en
1865, cuando termina el conflicto y el económicamente retrasado sur queda bajo la ya total y sin
condicionantes influencia del Norte, la economía estadounidense entra en un periodo de
esplendor nunca visto. En las décadas siguientes, comienzan a forjarse las grandes fortunas que
darían carta de existencia al capitalismo norteamericano, marcadas por apellidos que dibujaron
un nuevo mapa, potente, feroz y dispuesto a extenderse por el mundo: Carnegie, Morgan,
Rockefeller, Guggenheim, Vanderbilt, Astor... Unas fortunas que, en mayor o menor medida,
tienen relación con los negocios surgidos al calor de las demandas de las nuevas tecnologías: el
petróleo, el acero, o la prodigiosa extensión del ferrocarril y su posibilidad de trasladar grandes
cantidades de mercancías y personas a toda velocidad. A su desarrollo contribuyó
poderosamente el invento, debido a George Westinghouse, del freno neumático, que aún hoy va
instalado en los trenes y que sentó las bases de su fortuna. Solo faltaba la electricidad.
En 1876, Filadelfia acogió la Exposición del Centenario, en la que el joven país exhibió
orgulloso sus logros, encarnados en la monumental máquina Corliss, un gigantesco ingenio de
vapor que era el orgullo de su ingeniería. A partir de ahí vinieron unos tiempos convulsos pero
vertiginosos, una auténtica montaña rusa en la que las quiebras y los pánicos bursátiles se
alternaban con intervalos de pocos años, pero de los que la economía norteamericana, cada vez
que parecía al borde del colapso, resurgía una y otra vez con fuerzas renovadas. De hecho, solo
diecisiete años después de la muestra de Filadelfia, la Exposición Colombina de Chicago
proclamó al mundo entero el surgimiento de una nueva época y consagró el potencial de la
electricidad, enmarcando la culminación de los sueños de un, hasta entonces, oscuro personaje
que poco antes había deambulado por Europa Central, lleno de manías y sin saber que estaba
destinado a convertirse en un símbolo de los sueños y anhelos de toda una época
sospechosamente parecida a la nuestra.


CUANDO EL MAGO DECEPCIONA

En 1884, llegaron a Estados Unidos 518.592 inmigrantes,procedentes sobre todo de Europa,
una heterogénea marea humana que buscaba comenzar de nuevo en una tierra de grandes
oportunidades. Y el puerto de Nueva York era, y lo sería aún durante mucho tiempo, el principal
punto de llegada. Las colas que se formaban en el control de inmigración eran una auténtica
babel en cuyas filas, en las que se confundían trabajadores solitarios y familias completas, todos
agotados tras pasar muchos días en el mar, el alemán se mezclaba con el italiano, el español, el
yiddish, y con casi cualquier otra lengua creada por el hombre. Luego, aquellas filas se rompían,
esparciéndose por el país, aunque muchos se quedaron en aquella ciudad que acababan de
conocer, una ciudad que estaba convirtiéndose a gran velocidad en una de las metrópolis del
mundo. Y empezaban a levantarse las construcciones que se convertirían en emblema de la
ciudad: la Grand Central Station, terminal ferroviaria y símbolo del impulso que los trenes
habían dado al país, se había inaugurado en 1871; dos años después, muchos de los nombres
más influyentes de la ciudad se unieron para dotar a Nueva York de un gran parque que no
tuviera nada que envidiar al Hyde Park de Londres ni a los Jardines de Luxemburgo de París;
así nació Central Park. En 1879 se inauguró el primer Ma-dison Square Garden, en 1880 la
Metropolitan Opera House... Las calles eran un hormiguero, y las obras y zanjas se sucedían
mientras la ciudad, luchando por adaptarse para acoger a una población que se encaminaba con
rapidez hacia los dos millones, estaba sumida en una transformación constante.

Ese fue el paisaje con que se encontró el joven Nikola Tesla, que en ese momento tenía
veintisiete años. Aún no lo sabía, pero acababa de llegar al lugar que sería su residencia
definitiva, después de un vagabundeo que le había hecho atravesar la vieja Europa desde los
Balcanes hasta París, la última ciudad en deslumhrarle. Desde allí se había lanzado a cruzar el
Atlántico, apenas uno más de los que buscaban la prosperidad de Occidente, el respaldo y la
financiación que le permitieran desarrollar sus revolucionarias ideas. Sin embargo, como él
mismo escribió años más tarde, la impresión que le causó la nueva metrópolis no fue
precisamente cautivadora:

En Las mil y una noches había leído que los genios transportaban a la gente a una tierra de
ensueño para que vivieran aventuras deliciosas. Mi caso fue justo el contrario. El genio me llevó
de un mundo de ensueño a otro de realidades. Lo que había dejado atrás era bonito, artístico y
fascinante en todos sus aspectos; lo que veía aquí era mecánico, rudo y carente de atractivo. Un
fornido policía hacía girar la porra, que me parecía tan grande como un tronco. Me aproximé a
él educadamente con la petición de que me guiara. 'Seis manzanas hacia abajo, luego a la
izquierda', me dijo con ojos homicidas. '¿Esto es América?', me pregunté con dolorosa sorpresa.
'Está un siglo por detrás de Europa en cuanto a civilización'. Cuando fui al extranjero en 1889 habían

pasado cinco años desde mi llegada a este país-, me convencí de que lo que estaba era
más de cien años por delante de Europa, y nada ha ocurrido hasta hoy que me haya hecho
cambiar de opinión.
¿Qué dirección le había preguntado Tesla al policía en su quizá excesivamente correcto inglés,
una más de las muchas lenguas que dominaba?

¿Adonde podía dirigirse en aquella ciudad
caótica y ajetreada aquel refinado joven de dos metros de altura, voz aguda y modales
exquisitos? Seguramente, a la estación de Pearl Street, donde un ejército de ingenieros y
trabajadores luchaba denodadamente por llevar la luz eléctrica a los barrios más elegantes de la
ciudad. Ese ejército estaba comandado por el hombre a quien Tesla, como casi todo el mundo
occidental, admiraba sobre todos los demás: Thomas Alva Edison, el famoso inventor a quien
los medios habían bautizado como "el Mago de Menlo Park". Poco antes, en 1882, Edison había
causado sensación al iluminar el domicilio dej. P. Morgan quien, muy sagazmente, había
querido ser el primero en abrir las puertas de su casa a lo que, para él, terminaría siendo un
verdadero maná, la iluminación eléctrica. Hasta tal punto llegó su interés, que ni siquiera se
arredró por las protestas de sus vecinos, que se quejaban del excesivo ruido y los malos olores
del generador del jardín, por los gatos callejeros que buscaban el calor del generador para
dormir, por la baja calidad de aquella luz o por pequeños contratiempos como el incendio de su
biblioteca a causa de un defecto en la instalación.

Como suele ocurrir, el ejemplo de J. P. Morgan fue inmediatamente seguido por otras casas
principales, y pronto los nombres más destacados de la ciudad hacían cola para que les
instalaran la nueva luz. Pero era más fácil quererlo que conseguirlo: el sistema desarrollado por
Edison, basado en la corriente continua, ofrecía serias limitaciones para el transporte de la
electricidad, y precisaba que una tupida tela de araña se extendiese sobre las cabezas de los
transeúntes, y bajo sus pies. En la prensa aparecían chistes sobre la imposibilidad de que el sol
llegase a tocar unas aceras sepultadas bajo grandes haces de cables. Para colmo, había que
instalar, cada poca distancia, unas plantas generadoras que insuflaran potencia a una corriente
que, de otra manera, apenas cubría unas pocas manzanas.

Con todos estos problemas, en 1884 el nuevo sistema tan solo había logrado llegar a 508
domicilios, con un total de 10.164 lámparas.

 Y lo que era más importante: aún distaba mucho
de ser rentable, sobre lodo si se comparaba con el coste del gas, el principal recurso de iluminación
y calefacción del momento. Edison aún no había aceptado que la corriente continua,
en la que los electrones se mueven siempre en la misma dirección, despilfarraba mucha energía
en forma de calor, y nunca podría servir de verdadera alternativa para cubrir grandes superficies.
De la resolución de ese problema dependía el futuro del nuevo sistema.
Tesla conocía perfectamente esas limitaciones pues, no en vano, había trabajado para la
mismísima Continental Edison Company en París a las órdenes de Charles Batchelor, mano
derecha del célebre inventor. De hecho, al parecer Tesla habría llevado, entre las escasas
pertenencias que le acompañaron a América, una nota escrita por Batchelor en la que este le
decía a su patrón: "Conozco solo a dos grandes hombres y usted es uno de ellos; el otro es este
joven".

Tesla ya había tenido ocasión de conocer a Edison durante uno de los viajes de este a
París, pero no empezó a trabajar con él hasta su traslado a Nueva York.
El recién llegado tenía muchas esperanzas de que el mayor inventor del momento comprendiera
y aceptara inmediatamente sus propuestas. Conocía cada detalle de la larga lista de logros de
Edison, su inteligencia natural que le hacía capaz de enfrentarse a los mayores retos casi sin
haber pisado una escuela. Aquel hombre estaba ayudando a hacer realidad lo que pocas décadas
antes tan solo era un sueño, ¿qué mejor compañía podría haber para él?
Las esperanzas eran muchas, pero la experiencia resultó breve y catastrófica. Pocos meses
después, y tras un trabajo ímprobo por parte de Tesla para perfeccionar los generadores de
corriente continua en los que no creía, y sin que Edison se hubiese dignado escuchar siquiera
sus propuestas para construir un prototipo de corriente alterna, Tesla se despidió y se bajó de lo
que había creído avanzadilla del futuro. El detonante, al parecer, fue el que Edison le ofreciera
una recompensa de 50.000 dólares si lograba sacar adelante el trabajo acumulado. Cuando Tesla
lo consiguió y fue a solicitar su premio, recibió a cambio una sonora carcajada del inventor,
quien le dijo al balcánico que mejor se fuera acostumbrando al sentido del humor
estadounidense. Tesla, que por supuesto no recibió ni un centavo de la suma prometida, decidió
abandonar la empresa.

Sin embargo, y como en tantas ocasiones en la historia de la tecnología, puede que aquello no
fuera realmente un fracaso: si las cosas no hubieran transcurrido así, quizá las ideas de Tesla no
hubiesen caído en el campo adecuado para que pudiesen prosperar. Y los oídos capaces de
escucharle no pertenecían ni a Edison ni a sus colaboradores; para ellos, las palabras "corriente
alterna" no tenían futuro alguno. Hoy sabemos que se equivocaban, pero es porque jugamos con
ventaja: nosotros sabemos que lo que Tesla traía consigo, más que el resultado de un trabajo
paciente de prueba-error como el de Edison (método que Tesla, despectivamente, comparaba
con el de buscar brizna a brizna una aguja en un pajar, en lugar de reflexionar sobre dónde sería
más posible encontrarla), era una intuición, una revelación, algo más cercano a los caminos más
desconocidos e intrigantes de la mente que a una estricta labor de trabajo científico.
DE GATOS, PERROS, PALOMAS Y REOS
John O'Neill fue el primer biógrafo de Nikola Tesla, y su referencial Prodigal Genius apareció
en 1944, solo un año después de la muerte del inventor. Merecedor de un gran prestigio como
divulgador científico, O'Neill llegó a ganar un premio Pulitzer compartido en 1937 por su
cobertura del tricentenario de la Universidad de Harvard para el New York Herald Tribune. Por
entonces, contaba que uno de los instantes cruciales de su vida había sucedido en 1907 cuando,
con 28 años de edad, se encontró con Nikola Tesla en el andén del metro de Nueva York, y se
atrevió a abordarle con timidez:
-Tengo muchas preguntas que hacerle -dijo el joven, mientras Tesla se adelantaba para tomar el
tren.
-Bien, entonces, venga -respondió Tesla, incapaz de entender por qué el joven dudaba.
-No tengo bastante dinero para el billete -fue la incómoda respuesta.
—¡Oh, es eso! —dijo el sabio de la electrónica con una sonrisa, mientras alcanzaba al joven la
suma requerida—. ¿Cómo se llama usted?
—O'Neill, señor. Jack O'Neill. Estoy buscando trabajo como bedel en la Biblioteca Pública de
Nueva York.
-Bien. Podemos encontrarnos allí, y usted puede ayudarme con la historia de algunas patentes
que estoy investigando.

Comenzó así una relación que se extendería durante cerca de cuatro décadas, hasta la muerte de
Tesla. O'Neill era un apasionado de la ciencia y la técnica y, como ávido lector de todo lo que se
publicaba, conocía a la perfección los logros de aquel hombre que, en los últimos veinte años
del siglo Xix, había alcanzado una extraordinaria popularidad, hasta el punto de que la prensa le
dedicaba tanto espacio como a Edison. Sin embargo, con el cambio de siglo y el colapso de su
proyecto de Warden-clyffe, y mientras la fama del mago de Menlo Park se mantenía intacta, si
no iba a más, para Tesla comenzó un borrado que terminó relegándolo al olvido, un proceso
fascinante y muy ilustrativo de cómo se construyen los modelos de referencia colectivos. Pero
O'Neill permaneció junto a él con devota fidelidad, presa de ese magnetismo que la
personalidad de Tesla era capaz de irradiar sobre quienes le rodeaban.
De los tres grandes biógrafos de Tesla (O'Neill, Margaret Cheney y MarcJ. Seifer), solo O'Neill
lo conoció personalmente, y ese testimonio de primera mano es lo que hace más valioso su
relato, si bien en demasiadas ocasiones la pasión y el ansia por evitar que su nombre se perdiese
generan algunas dudas sobre ciertos episodios y datos. Además, mucha de la documentación
disponible para comprender lo sucedido en la vida de Tesla no se hizo pública hasta años
después de la muerte del propio O'Neill.

Y sin embargo, en sus páginas es donde nace el mito
Tesla, el personaje con un aura intemporal, reivindicado en nuestros días por toda una corriente
cultural muy ligada a los géneros más populares. No está nada mal para alguien que, al fin y al
cabo, rechazó de plano la teoría de la relatividad de Einstein, lo que debería haberle convertido
en una referencia caduca, un ejemplo de cuando la ciencia era algo propio de investigadores
solitarios que se encerraban en laboratorios a lo mad doctor, totalmente alejados de los
industriales y asépticos recintos donde se suceden los descubrimientos de hoy.
Quizá influido por el personaje creado por Jerry Siegel y joe Shuster, y que había iniciado sus
aventuras en las páginas de la revista Action Comics en 1938, O'Neill no tuvo ningún reparo en
tomar prestado el nombre de aquel superhéroe para aplicárselo a su biografiado: para él, Nikola
Tesla era un ser superior capaz de transformar el mundo. A pesar de que fue testigo del
crecimiento de sus excentricidades, ya de por sí acusadas, de su progresivo empobrecimiento, y
de aquellos anuncios en los que cada vez costaba más distinguir lo que había de cierto y lo que
era solo una alucinada invención, O'Neill no perdía de vista que aquel hombre flaco, vestido
según una etiqueta pasada de moda varias décadas atrás, había sido capaz de ver el futuro, de
entrever las enormes posibilidades de la energía eléctrica cuando el resto andaba dando palos de
ciego; gracias a sus inventos se había domesticado la portentosa catarata del Niágara, y las
ciudades recibían un aluvión de energía transmitida a través de postes de alta tensión, que
surcaban el mapa cosiendo toda una nación que caminaba vertiginosa hacia el lide-razgo
mundial. Y no solo eso: para O'Neill y muchos de los miembros de la reducida pero entusiasta
cofradía de seguidores de Tesla, que en los últimos tiempos todavía parece encarar una discreta
prosperidad, si sus proyectos no hubieran sido saboteados por una oligarquía a la que no
convenía que fructificasen, la transformación hubiera sido aún más profunda, llevando a la
humanidad a un nuevo nivel en el que la guerra sería algo del pasado. Un mundo regado por un
flujo constante y gratuito de energía, que envolvería la Tierra como un manto caliente y vería la
culminación del ser humano como especie.

Eso prometía Tesla cuando, en las últimas décadas de su vida, recibía de manera ritual en la
habitación de su hotel, el día de su cumpleaños, a un grupo de reporteros que habían hecho de
aquella cita casi nunca cancelada un pequeño remedo de las grandes demostraciones y
celebraciones del pasado, cuando su nombre era capaz de congregar a su alrededor, en los
salones del Waldorf Astoria o el restaurante Delmonico's, a lo más granado de la vida social del
momento.

Para O'Neill, Nikola Tesla era un verdadero Superman, pero en realidad en su figura parecían
convivir y contradecirse los poderes benefactores del hijo de Krypton con los proyectos
megalómanos y ultrarracionales de su némesis, Lex Luthor.
Como su referente en la ficción, Tesla también pasó su infancia en un ambiente rural, una
anomalía en un entorno que no parecía el más indicado para la inventiva tecnológica. Como si
hubiese caído dentro de un meteorito, las granjas y casas de la pequeña aldea de Smiljan fueron
testigos de los primeros prodigios de un pequeño solitario a quien su familia llamaba Niko.
Además, no se puede decir que en su nacimiento faltasen ciertos signos: en la medianoche del
10 de julio de 1856, una gran tormenta, acompañada por un espectacular aparato eléctrico,
descargó toda su potencia sobre Smiljan, dentro de lo que hoy es Croacia, entonces parte del

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