Hola aqui encontraras temas más extensos y bien explicados para una comprensión explícita, espero que sea de su agrado el seguir aquí y ser parte de la comunicación entregada.
viernes, 30 de noviembre de 2018
Nikolas Tesla-Yo y la Energía
YO Y LA ENERGÍA
NIKOLA TESLA
ÍNDICE
Presentación
"Superhéroe Tesla",
Textos de Nikola Tesla
Mis inventos
I. Mi infancia
II. Mis primeros esfuerzos como inventor
III. Mis últimos intentos
IV. El descubrimiento del transformador y de la bobina de Tesla
V. El transmisor de aumento
VI.El arte de la tele automática
El problema de aumentar la energía humana
El presidente Obama era consciente de que, en realidad, nada ocurre por primera vez. Hubo un
tiempo en que una Europa adormecida por la contemplación embobada de sus siglos de gloria se
despertó de golpe al ver que un nuevo país, hasta entonces una colonia situada en el
semicivilizado continente americano, le había tomado la delantera. Ya en 1858, para el entonces
futuro presidente Abraham Lincoln, estaba claro que "[nosotros], aquí en América, pensamos
que descubrimos, e inventamos, y progresamos de manera más rápida que cualquier [nación
europea]. Ellos deben de pensar que esto es arrogancia; pero no pueden negar que Rusia nos ha
llamado a nosotros para que le enseñemos cómo construir buques de vapor y ferrocarriles". No
en vano, para Lincoln los mayores avances de la civilización habían sido "la escritura [...] la
imprenta, el descubrimiento de América y la introducción del Derecho de Patentes".
Más de ciento cincuenta años después, el último de sus sucesores en la Casa Blanca tenía claros
qué nombres debían ser enarbolados para incentivar a sus compañeros de mesa: "Esta es la
nación de Edison y los hermanos Wright, de Google y de Facebook; la innovación no es para
nosotros solo un medio de cambiar nuestra vida, es nuestra forma de vivir". Obama acababa de
trazar una línea de continuidad que enlazaba dos de las marcas que más han hecho por
demostrar la profunda capacidad revolucionaria de la tecnología, con los descubrimientos que
originaron el progresivo empequeñecimiento del mundo en el que aún estamos sumidos: la
electricidad y la aeronáutica. Entre esos dos puntos se trazaba un arco de maravilla que por
primera vez había puesto en manos de los seres humanos una capacidad sin precedentes para decidir
su destino; que permitía superar los tabúes que la naturaleza nos había impuesto (la
incapacidad para domeñar los recursos naturales, la imposibilidad de volar); y que había dado
los primeros pasos en la construcción de un nuevo marco de relaciones sociales, quizá germen
de unos cambios más profundos por venir.
Y sin embargo, no era este el único aspecto que compartían dos épocas aparentemente tan
separadas. Hay más similitudes: en un discurso dedicado a los problemas de la inmigración,
pronunciado el 1 de julio de 2010 en la American University School of International Service, el
presidente Obama reconocía el papel de los norteamericanos nacidos como extranjeros, y más
tarde recibidos por un país en permanente construcción, en la forja de ese liderazgo tecnológico
que permitió el nacimiento de la superpotencia:
Siempre nos hemos definido como una nación de inmigrantes. Una nación que recibe a todos
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aquellos que desean abrazar los principios de América. De hecho, es ese constante flujo de
inmigrantes el que ayudó a hacer de Estados Unidos lo que es. Los grandes logros científicos de
Albert Einstein, los inventos de Nikola Tesla, las grandes aventuras empresariales como la U.S.
Steele de Andrew Carnegie y el Google de Sergey Brin... Todo ello fue posible gracias a los
inmigrantes.
Posiblemente, no todos los mencionados por el presidente Obama serían inmediatamente
identificados por el público, por más que se tratara de una prestigiosa institución especializada
en relaciones internacionales. Obviamente, el nombre de Albert Einstein no necesita ir
acompañado de ninguna explicación; los que hubieran seguido algún curso de historia
económica de Estados Unidos conocerían el papel de U.S. Steel, la primera gran corporación
mundial, en la consolidación del modelo capitalista norteamericano; y en cuanto a Google...
bien, si faltaran datos bastaría escribir su nombre en el buscador más importante de internet.
Más difícil resultaría, para la mayor parte de los asistentes, situar el nombre de Nikola Tesla.
Vagamente, los familiarizados con el magnetismo podrían reconocer en su apellido la unidad (el
tesla) que mide la intensidad de un campo magnético, pero es difícil que pasaran de ahí. Y sin
embargo, cuando uno escucha por primera vez su nombre y su extraordinaria historia, descubre
que ese completo desconocido sirve de ábrete sésamo de numerosas puertas que nos llevan a
veces más cerca de la ciencia ficción que de la realidad.
¿Quieren ejemplos? La empresa constructora de los primeros coches eléctricos que pretenden
desmentir el tópico de que estos vehículos son poco más que ciclomotores de cuatro ruedas,
afincada, cómo no, en Silicon Valley, y en cuyo accionariado participan los creadores de
Google, se llama Tesla Motors. Programas de televisión especializados en divulgación popular
como el Canal Historia o la cadena pública norteamericana PBS le han dedicado en los últimos
tiempos completos documentales que le descubren a audiencias más amplias, y hay artistas que
utilizan sus conceptos y sus ideas como inspiración para sus instalaciones y creaciones
artísticas.
El hecho de que el nombre de Tesla haya desaparecido del imaginario colectivo lo ha convertido
en una especie de contraseña, un acertijo que en demasiadas ocasiones queda reducido a un
guiño entre entendidos, apenas disimulado. Si el protagonista de la cinta de animación Lluvia de
albóndigas tiene en su habitación un póster en el que se ofrece una divertida, aunque poco
ajustada a la realidad, imagen de Tesla, un episodio de la serie House nos muestra, tras el
carismático doctor interpretado por Hugh Laurie, la siguiente proclama escrita en la pizarra:
"Tesla was robbed!" ("¡A Tesla le robaron!"). Uno de los personajes de la serie Sanctuary, que
transcurre en una institución que acoge a personas con habilidades, es un vampiro que responde
al nombre de Nikola Tesla, y el gran almacén de maravillas de Almacén 13, una agradable serie
que viene a ser una especie de Expediente X sin ínfulas, fue supuestamente construido por
Thomas Alva Edison, Nikola Tesla y M. C. Escher.
Fuera del campo estrictamente fantástico, nuestro misterioso protagonista también se permite
hacer apariciones esporádicas, incluso sin que lleguemos a verle físicamente. En la abortada y
genial serie creada por Aaron Sorkin Studio 60, que cuenta las vicisitudes de un show televisivo
que viene a ser una especie de Saturday Night Live, se nos cuenta cómo su director y guionista
habían intentado sacar adelante, sin éxito, una gran producción cinematográfica sobre él. En uno
de los cortos integrados en Coffee and Cigarettes, de Jim Jarmusch, Jack, el componente
masculino de The White Stripes, le habla a Meg, la otra mitad del dúo, de las maravillas que era
capaz de hacer quien, para ella, es un completo desconocido. Hasta el momento solo se ha
hecho un biopic de ficción, Tajna Nikole Tesla [El secreto de Nikola Tesla], una cinta yugoslava
de 1980 donde Petar Bozovic encarnaba al científico, y que contaba con una breve intervención
del por entonces necesitado de trabajo Orson Welles en el papel del financiero J. P. Morgan,
pero ya se anuncia para 2012 una nueva producción que podría contar con Christian Bale
interpretando a Tesla.
Su nombre también se cuela en la obra de algunos de los escritores norteamericanos más
importantes de las últimas décadas. Así, un personaje de la novela El Palacio de la Luna, de
Paul Auster, describe de esta manera cómo le impactó encontrarse en persona con él:
Nunca tuve el valor de hablarle, pero eso no importaba. Me inspiraba el saber que estaba allí, el
saber que podía verle cuando quisiera. Una vez, nuestros ojos se encontraron y sentí que veía a
través de mí, como si yo no existiera. Fue un momento increíble. Noté que su mirada atravesaba
mis ojos y salía por la parte de atrás de mi cabeza, abrasando mi cerebro y convirtiéndolo en un
montón de cenizas. Por primera vez en mi vida comprendí que no era nada, absolutamente nada.
No, no me disgustó como usted podría creer. Me dejó aturdido al principio, pero una vez que se
me pasó el susto, me sentí vigorizado, como si hubiera conseguido sobrevivir a mi propia
muerte. No, no es eso, no exactamente. Yo solo tenía diecisiete años, era poco más que un niño.
Cuando los ojos de Tesla me atravesaron, probé por primera vez el sabor de la muerte. Eso se
aproxima más a lo que quiero decir.
Thomas Pynchon, en Contraluz, utiliza la figura de Tesla y le introduce en conversaciones casi
crípticas en las que, aun así, el personaje queda perfectamente retratado en su afán laborioso e
innovador:
Más tarde, ya en el cobertizo, Kit se topó con Tesla, que fruncía el entrecejo ante un esbozo a
lápiz.
-Vaya, lo siento. Estaba buscando...
—Este toroide es la forma incorrecta —dijo Tesla—. Ven, míralo un momento.
Kit echó un vistazo.
—Tal vez haya una solución de vector.
—¿Cómo?
-Sabemos qué aspecto queremos que tenga el campo en cada punto, ¿no? Bien, tal vez podamos
generar una superficie que nos dé ese campo.
-¿Lo ves? -casi preguntó Tesla mirando a Kit con cierta curiosidad.
-Veo algo —respondió Kit encogiéndose de hombros.
—Lo mismo empezó a pasarme a mí cuando tenía tu edad —recordó Tesla—. Cuando
encontraba tiempo para sentarme tranquilo, me venían imágenes. Pero todo se reduce a
encontrar el tiempo, ¿no es siempre así?
—Claro, siempre hay algo... Tareas por hacer, algo.
—Es el diezmo —dijo Tesla—, la deuda que hay que pagar al día.
—No me estaba quejando de las horas que paso aquí, nada por el estilo, señor.
—¿Y por qué no? Yo me quejo a todas horas. De que nunca son bastantes, sobre todo.
Las connotaciones de la obra tesliana la han convertido en una enorme inspiración para muchos
artistas. En el 2006, el Centro Cultural Conde Duque de Madrid acogió en la exposición
Resonancias. Cuerpos electromagnéticos los trabajos de un grupo de artistas que exploraban los
conceptos de vibración y resonancia en los campos de la electricidad y el magnetismo. El
nombre de Tesla aparecía como referencia expresa, como lo hace en las obras del francés
Laurent Grasso, o en varias de las instalaciones creadas por la chilena Francisca García, que
incluso presentó en París una titulada "3327", el número de la habitación del hotel New Yorker
en la que falleció Tesla. Cuando se le pregunta qué es lo que encuentra de inspirador en su
figura, no duda en responder:
Mi interés se centra en varias ideas que tienen que ver con sus ideas y su creatividad, sobre todo
en una constante que tiene que ver con mi trabajo, la mezcla de ficción y realidad. Las ideas que
impulsaron a Tesla a realizar esos descubrimientos científico-técnicos tienen una carga que va
más allá de la satisfacción de necesidades domésticas y mundanas. Es como si Tesla tuviera que
realizar una misión.
La huella tesliana también aparece en los últimos años en el campo de la música: en el 2003 se
estrenó en Hogarth (Australia) la ópera de Constantine Koukia Tesla. Lightning in His Hand.
Con libreto de Marianne Fisher, la obra resume la historia de Tesla desde su llegada a América
hasta su muerte. A la hora de escribir estas líneas, se ha sabido que el cineasta Jim Jarmusch,
quien ya ha incluido referencias al inventor en alguna de sus cintas, está trabajando, junto al
compositor Phil Klein, en una nueva ópera sobre el personaje.
Pero no solo en el campo de la música culta tiene cabida el nombre de Tesla. También ha
habido quien se ha acercado a su figura desde el pop y el rock. En una década tan "eléctrica" y
futurista como la de los ochenta, no es extraño que uno de los grupos de referencia de la música
tecno, OMD, incluyera la canción "Tesla Girls" en su álbum Junk Culture, en el que las chicas
sofisticadas parecían ir de la mano de la tecnología:
No, no, no
Chicas Tesla
Probando nuestras teorías
Sillas eléctricas y dinamos
Vestidas para matar, me están matando
Pero ¡sabe Dios cuál es su receta!
Y en un tono más reivindicativo, acorde con sus melenas de metal de baja intensidad, el grupo
norteamericano Tesla (que no por casualidad titularon uno de sus álbumes The Great Radio
Controversé) no tenía ningún problema en denunciar, en 1991, en su canción "Edison's
Medicine", la injusticia cometida con su olvido:
Todo lo que vio, todo lo que concibió, Simplemente no podían creerlo. Steinmentz y Twain
fueron los amigos que [se quedaron a su lado, Junto con el número tres.
Fue electromagnético, completamente quinético, "El Nuevo Mago del Oeste". Pero ellos eran
unos estafadores y se quejaban
[de que no era de los suyos, Y decían que Edison sabía más.
Tesla también ha sido carne de viñeta. Es el constructor en la sombra de Atomic Robo en la
serie de cómics creados por Brian Clevinger y Scott Wegener,
un héroe metálico que, desde los
años veinte, deshace entuertos enfrentándose a nazis, extraterrestres y en general todo aquel que
planee, como es de rigor, hacerse con y/o destruir el mundo, en lo que vendría a ser un cruce
entre las aventuras de Indiana Jones y el Hellboy de Mike Mignola. Más interés tiene The Five
Fists of Science, de Matt Fraction y Steven Sanders,
en el que Tesla se convierte en una especie
de superhéroe con identidad oculta: por el día es un elogiado inventor, mientras que por la
noche utiliza sus creaciones para hacer el bien en las calles de Nueva York, al estilo de Batman.
Pero sus habilidades no acaban ahí y, confabulado con Mark Twain y la baronesa Bertha von
Suttner,
pone en marcha una estratagema para crear una falsa amenaza que una a todos los
países del mundo y desbarate los planes de malvados como Edison (pero ¿no había dicho
Obama que era un benefactor?), J. P. Morgan, Andrew Camegie (¡y este!) o Marconi.
De hecho, es fácil pensar en Tesla como una figura capaz de inspirar, aunque sea
inconscientemente, gran parte de la iconografía derivada del subgénero conocido como
steampunk, el eco en nuestros días de un tiempo en el que la fe en las capacidades de la
tecnología parecía poner cualquier prodigio al alcance de la mano, una época fronteriza entre la
nueva maravilla y los últimos coletazos de la barbarie supersticiosa. Desde este punto de vista,
no es difícil rastrear su huella en la serie Captain Swing and the Electrical Pirales of Cindery
Island, de Warren Ellis y Raulo Caceres,
situada en el Londres de 1830 y protagonizada por un
capitán pirata muy particular, poseedor de un barco volante que, como el resto de sus armas y
máquinas, se alimenta de electricidad y la extrae del aire. Sus creadores no esconden la
influencia de los inventos de Tesla, de su visión de un futuro de energía inalámbrica, libre e
inagotable, así como de su determinación para derrotar a un grupo de poderosos que pretenden
alejar al común de los mortales de la utopía, abortando un salto tecnológico que inevitablemente
derivaría en otro evolutivo.
El universo superheroico, como no podía ser menos, tampoco ha permanecido ajeno al
personaje: la serie de DC Comics JLA: Age of Wonder especula con una ucronía en la que
Superman, en vez de caer a la Tierra en el siglo xx, lo hace en 1850. Tras ser explotado junto
con Tesla en el taller de Edison, ambos mantienen una relación en la que el rayo de la muerte,
otra de las constantes del mito tesliano, ayuda al kiiptonita en su ardua tarea de salvar al mundo
del malvado Lex Lullior. Sin embargo, si hay una representación ambiciosa de Tesla que haya
llegado a nuestras librerías es la de la novela gráfica RASL, una Creación de Jeff Smith, autor de
Bone, una de las sagas de mayor éxito del cómic contemporáneo, y en la que un ladrón de arte
utiliza una máquina de tecnología tesliana para saltar entre universos paralelos robando obras de
gran valor. El principal mérito de la obra de Smith |l que, en un argumento de ciencia ficción
que toma prestados varios ( conceptos de la física más avanzada, logra insertar un retrato
ajustado de Tesla, relacionándolo con las leyendas sobre su figura mediante viudas dibujadas a
partir de imágenes reales, que trazan un retrato entre admirativo y desolador del científico.
Pero si hay un campo en el que el nombre de Tesla se ha multiplicado de manera exponencial es
el del videojuego, normalmente ligado a dispositivos presuntamente creados por él [Silent Hill,
Lara Croft Tomb Raider, Command & Conquer: Red Alert, Return to Castle Wolfenstein,
Ratchet and Clank, Fallout 3,
" Lara Jones y el Secreto de Nikola Tesla..), o incluso
incluyéndolo como personaje, como en el divertido juego de plataformas Tesla: The Weather
Man, en él que un sosias del inventor se enfrenta a los robots construidos por el malvado Edison
(¡otra vez!) manipulando el tiempo atmosférico, coleccionando palomas y siguiendo los
consejos de su buen amigo Mark Twain... Por su parte, Dark Void, videojuego de 2010 que
tiene un buen número de seguidores, reserva a Tesla un papel bastante lucido, el de un
equivalente al C¿ de James Bond, que dota al protagonista de los gadgets necesarios para la
resolución de sus espectaculares aventuras.
Videojuegos, comics, literatura, canciones... y miles de páginas web donde se trata, de manera
más o menos fundada, de su obra y su vida. Introducir el nombre "Nikola Tesla" en la versión
española del buscador Google, arrojaba en la tarde del 28 de marzo de 2011 cinco millones de
resultados, prácticamente los mismos que "Thomas Edison". Deambular por ellas es asistir a un
cruce de referencias en el que realidad y ficción terminan confundiéndose, en el que el hombre
real se solapa con el superhéroe en que muchos desearían verle convertido, el punto crucial para
la explicación de los misterios más recurrentes de la galaxia de la conspiranoia. Y sobre todo, es
la constatación de una admiración sin límites, a veces rayana en la credulidad más extrema,
hacia un hombre que tuvo en sus manos la liberación de unas fuerzas ambivalentes, tan capaces
de salvar a la humanidad como de destruirla.
Una perspectiva demasiado bizarra para quien, de todas formas y por sus propios logros, hizo
méritos más que suficientes para ocupar un lugar de honor en la memoria colectiva, y que sin
embargo quedó prácticamente borrado de la historia oficial, convertido en algo demasiado
parecido a una incógnita. Es hora de comenzar a dibujar los verdaderos contornos que asoman
tras la densa niebla del mito.
LAS MIL CARAS DE TESLA
En 2006, Christopher Nolan estrenó su película El truco final-El prestigio, adaptación de la
novela de Christopher Priest The Prestige. Tras el enorme éxito de Batman Begins, la cinta que
devolvió a primera línea al personaje del hombre murciélago, el director británico se atrevió con
una historia ambientada a finales del siglo xix, y que enfrentaba a dos magos ingleses en una
loca carrera por el truco perfecto, el indetectable, el que superase todas las barreras de la física y
de lo posible.
En un momento fascinante de la película, uno de los magos, interpretado por Hugh Jackman,
viaja hasta un lugar remoto llamado Colorado Springs para visitar a un científico que
proclamaba haber inventado artefactos increíbles, cuyas demostraciones técnicas eran
prohibidas por la policía por su aparente inseguridad, y que se veía obligado a trabajar oculto
del mundo, especialmente de unos agentes misteriosos enviados por Thomas Alva Edison (otra
vez) para espiar, robar y destruir sus inventos.
El personaje tarda en aparecer en escena y durante bastante metraje le conocemos tan solo de
oídas. Pero su obra le antecede: lo primero que ve Robert Angier, el aristócrata metido a mago
que busca el artilugio para el truco definitivo, aquel que haga realidad lo que Arthur C. Clarke
definía como el punto en el que la ciencia se confunde con la magia, es un escenario que no
puede ser más espectacular: una gran pradera a los pies de las Montañas Rocosas, en la que
apenas un lejano racimo de luces nos indica que la electricidad está extendiéndose por el
inmenso y aún no suficientemente poblado territorio.
Esa lejana referencia de luz, de repente, empieza a apagarse; el acompañante de Angier, un
ayudante de Tesla llamado Alley, le informa de que los habitantes de Colorado Springs
permiten al inventor utilizar toda la potencia del generador local para sus experimentos. Algo
que, en realidad, no tiene nada de extraño; si ha sido Tesla el que ha otorgado a aquella tierra la
bendición de la luz, ¿quién si no él podría tomarla prestada para sus experimentos, para ahondar
más en su búsqueda y traer nuevas bendiciones, al pueblo norteamericano primero y al mundo
entero después? Algo parecido ocurre en la actualidad con la ciudad de Ginebra y el gran
colisionador de ladrones, el LHC, una de las más apasionantes creaciones del intelecto humano,
salvo por un detalle: en nuestros días, cuando se aproxima la Navidad, el LHC cesa sus
actividades para no perjudicar la actividad comercial.
El contraste es evidente: hoy, ninguna búsqueda, por esencial que sea, debe alterar nuestra
rutina, nuestros móviles cargándose por la noche, nuestra nevera en continuo funcionamiento,
nuestros relojes eléctricos, las luces que hacen de nuestras calles sitios seguros por los que
pasear... Sin embargo, en 1899 la luz eléctrica era aún un don frágil del que la gente podía
prescindir durante un tiempo al día, de la misma manera que los judíos del Éxodo no esperaban
que el maná estuviese cayendo continuamente. Más de un siglo después, la electricidad nos
rodea como el aire, y de la misma manera que no nos podemos permitir dejar de respirar ni por
un segundo, la perspectiva de que se pueda interrumpir el fluido nos resulta simplemente insoportable.
Hace tiempo que hemos expulsado la oscuridad, y rodeados de electricidad nos
sentimos cómodos. Lo que antes era un prodigio se ha convertido en algo cotidiano,
imprescindible, descontado y, por ello, poco valorado.
Probablemente Tesla, que veía en las posibilidades de la electricidad la oportunidad para que el
hombre ascendiera a un nuevo nivel en su búsqueda de la perfección, experimentaría hoy una
extraña mezcla de frustración y contento. Se sentiría satisfecho por la profunda huella que sus
ideas han dejado en un mundo que poco se parece al de hace ciento cincuenta años, y que se
encuentra inmerso en una ola transformadora continua e imparable; y frustrado porque, en
realidad, ese salto que creía inseparable de las nuevas tecnologías aún no se ha producido: nos
estamos convirtiendo en otra cosa, pero no parece que lo que somos ahora sea ni mejor ni peor
de lo que éramos antes.
Quizá en la mente de Tesla lo que habría tenido que ocurrir es lo que la película muestra como
una certera metáfora: cuando las lejanas luces de la ciudad de Colorado Springs se han
terminado de apagar, un resplandor repentino parece surgir de la misma tierra, a partir de
innumerables bombillas clavadas directamente en el suelo. Sin cables, sin un aparente
generador, una luz milagrosa parece nacer del suelo, como de unas plantas extrañas que
hubiesen crecido a partir de alguna siembra extraterrestre.
Y es en ese carácter envolvente, casi mágico, de lo que no es más que la domesticación de unas
leyes naturales férreas cuya definición había permanecido oculta durante miles de años para los
hombres, que se manifestaban tan solo a través de la demoledora exhibición de los rayos de los
dioses, y que solo un puñado de sabios del siglo xix acertó a comenzar a desentrañar, donde
reside el punto diferencial de Tesla. Porque, no contento con ello, pretendió convertirla en la
más poderosa herramienta de industrialización y civilización que el ser humano haya tenido en
sus manos. Intuyó que tras esos fenómenos se escondía el secreto del universo, un gigantesco
mecanismo en el que el hombre solo podría crecer si era capaz de formar parte de él, vibrar con
él, sentir que las más mínimas y lejanas variaciones de lo que nos rodea nos condicionan y nos
convierten en lo que somos. Porque, para Tesla, la fuerza de voluntad era el mayor regalo al que
podía aspirar el ser humano, y esta solo desplegaba su verdadero potencial cuando se fundía con
el cosmos.
El tiempo, en realidad, le ha dado la razón. Todo el progreso de la ciencia no ha hecho más que
demostrarnos hasta qué punto nuestra existencia como especie, y como individuos, está ligada a
una red tan tupida de influencias que la frontera entre la existencia y la extinción es tan fina
como compleja en su definición. Y mientras esa nueva conciencia va abriéndose paso, vivimos
sumergidos en nuestro propio líquido amniótico, un océano de electricidad que no solo nos deja
estar vivos, sino que nos mueve, nos da de comer, nos permite trabajar, nos cura. Si se
suprimiera de un plumazo la obra de Tesla, nos veríamos de nuevo arrojados a la oscuridad casi
completa en la que la humanidad permaneció durante milenios... solo para descubrir que ya no
sabemos vivir así, y tener que aprender de nuevo lo que supimos durante la mayor parte del
tiempo que llevamos sobre el planeta, y que ahora hemos olvidado.
A pesar de ello, Nikola Tesla es el gran desconocido. Promociones enteras de ingenieros salen
de las escuelas sin saber de su existencia, mientras se dedican a construir centrales
hidroeléctricas, grandes y pequeños motores, sistemas de distribución de alta tensión, redes inalámbricas,
estaciones de radio y mil artilugios en cuyo nacimiento la sobrexcitada mente del
croata, en mayor o menor medida, tuvo que ver. Como si el hombre se hubiera transformado en
su obra, como si hubiera disuelto completamente su identidad en ella. Y en cierta forma, quizá
sea ese el mayor homenaje que pueda recibir quien aspira a cambiar el mundo: que lo que ha
creado pase a formar parte tan inseparable de la vida de la gente que ni siquiera sea capaz de
reparar en su existencia.
De ahí que su nombre lleve camino de abandonar la carnalidad para convertirse en algo
intangible e indefinible. Apoyada, sobre todo, en el aura de misterio que envolvió su figura en
sus últimas décadas de vida, y en el culebrón conspiranoico que se formó en torno a sus papeles
perdidos, supuestamente ocultados por el Gobierno americano (hasta el FBI, en su página web,
ha tenido que incluir esa incautación como uno de los diez mitos más difundidos sobre la
actividad de la agencia), la figura de Tesla se ha convertido en un molde que puede rellenarse a
voluntad del consumidor. Si pocos años después de su muerte hubo quien proclamó que en
realidad no era de este mundo (sino, más concretamente, de Venus), hoy vemos cómo se le
relaciona con los grupos más heterogéneos: los que denuncian la existencia de tecnologías
misteriosas utilizadas por los gobiernos para manipular el clima y hasta los terremotos,
defensores del vegetarianismo extremo, budistas, creyentes en la parapsicología... El rastro
borrado del paso de Tesla por el mundo deja un hueco en el que los perfiles posibles se
multiplican, hasta el punto de convertirle en el mayor filántropo o el más peligroso de los
villanos.
Tesla ha terminado encarnando todos los símbolos que atribuimos a la ciencia: la capacidad del
ser humano para transformar la realidad, aparentemente inamovible, con el único recurso a
nuestras mejores capacidades intelectuales y lógicas. No es casualidad que el monstruo de la
película Frankenstein, de James Whale, nazca bajo los rayos lanzados por unas monumentales
bobinas Tesla, porque la electricidad fue, desde el principio, la clave con la que el hombre pudo
empezar a pisar por fuera del estrecho terreno que tenía reservado.
De hecho, si existió alguien sobre la tierra capaz de ser en la vida real lo que Víctor
Frankenstein representa en la ficción, ese fue Tesla. Y con todas las ambivalencias posibles;
como el creador del monstruo que encarnara Boris Karloff, era un hombre entregado a liberar a
la humanidad, creador de unas tecnologías que erradicarían el hambre y la ignorancia. Era
también el científico que proclamaba la necesidad de que las naciones se dotasen de ejércitos de
autómatas y rayos de la muerte instantáneos. Era amigo de poetas, escritores, artistas y músicos,
amante de la belleza y la perfección. Era quien hablaba de la posibilidad de comunicarse con
otros planetas, y que incluso afirmaba haber recibido una señal del espacio exterior. Era el
precursor de un sistema que aseguraría el transporte de energía sin cables, terminando con el
monopolio de las grandes empresas y facilitando energía libre para toda la población. Era la
persona que mantuvo, en sus años finales, relaciones con oscuros personajes surgidos de la
efervescencia siniestra de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX. El visionario que
alertaba sobre el peligro de la sobreexplotación de los recursos naturales y la necesidad de
conservar el equilibrio ecológico. Era el anciano que hacía del cuidado y la alimentación de las
palomas su ocupación principal...
Era todo eso. Y al serlo, encarnaba muchos de los impulsos ocultos que, en un modo u otro,
configuran nuestra relación con el mundo, los logros y los peligros de la revolución científica y
tecnológica, las contradicciones llenas de posibilidades y riesgos ante las que la humanidad
entera se juega su supervivencia. Y de la suma de tantos aspectos, ninguno falso pero cada uno,
por separado, incapaz de explicar la totalidad de su figura, surge un retrato fascinante, el hombre
que comienza a definirse bajo el contorno del mito.
Por todo ello, y antes de desperdigar nuestro interés por una biografía que contiene elementos de
sobra para terminar extraviados en los puntos más pintorescos, conviene establecer unas
referencias nítidas que el lector debe tener en cuenta, para enfrentarse luego a los aspectos más
increíbles o literarios. Y esto es, que si Nikola Tesla merece ser recordado es por sus logros
verdaderos, objetivos y medibles, los únicos que fijarán su lugar en el mundo. A saber:
1. Que Nikola Tesla es el descubridor de la aplicación más importante derivada de la corriente
alterna, el motor de inducción polifásico, el verdadero responsable de que la electricidad pasara
de ser un fenómeno más o menos llamativo y apasionante a ser una verdadera fuerza que
transformó los medios de transporte y la vida cotidiana. Tanto es así, que su diseño original
apenas ha cambiado en la mayor parte de los motores eléctricos existentes.
2. Que la tecnología creada por Nikola Tesla fue la única capaz de iluminar grandes ciudades y
enviar la electricidad a miles de kilómetros de distancia; gracias a ella, los tímidos balbuceos
puestos en marcha por Edison tuvieron un impulso definitivo cuando la compañía de George
Westinghouse, utilizando las patentes de Tesla, ganó el concurso para iluminar y electrificar la
Exposición Colombina de Chicago de 1893, la aún hoy impresionante Ciudad Blanca.
3. Que gracias a Nikola Tesla fue posible construir la primera gran central hidroeléctrica del
mundo, situada en las cataratas del Niágara, y capaz de suministrar energía a un quinto de la
población estadounidense al poco tiempo de su inauguración, en 1896.
4. Que Nikola Tesla exploró las posibilidades de la "luz fría", y que sus investigaciones fueron
cruciales para el desarrollo de lo que más tarde hemos conocido como fluorescentes.
5. Que Nikola Tesla fue uno de los primeros en alertar sobre la escasez de los recursos
energéticos. Que cuando la industria derivada del petróleo apenas empezaba a extenderse y
prácticamente no existía lo que hoy conocemos como conciencia ecológica, ya advirtió de la necesidad de explorar otras fuentes deenergíaen principio inagotables, como la solar,la eólica o
la geotérmica.
Que Nikola Tesla comprendió, con mentalidad visionaria, las posibilidades que ofrece la
transmisión inalámbrica de electricidad. Que, fruto de sus descubrimientos, en 1898 hizo la
primera demostración pública de un barquito dirigido por radiocontrol (que, por cierto, no
interesó a nadie), e hizo innumerables demostraciones a visitantes ilustres en su laboratorio de
lámparas y bombillas que se encendían en ausencia de cable alguno, respondiendo a la energía
con la que llenaba el ambiente de la sala.
7. Que, a partir de sus investigaciones, vio clara la posibilidad de una telegrafía sin hilos que,
en última instancia, no es otra cosa que lo que hoy conocemos como radio. Que registró una
serie de patentes que se revelaron cruciales para que Marconi pudiera transmitir, en 1901, la
primera señal radiofónica trasatlántica, que fue la letra "S". Que en 1943, y como consecuencia
de la controversia que rodeó la paternidad del invento de la radio, el Tribunal Supremo de
Estados Unidos reconoció que Marconi había pirateado las patentes de Tesla para crear su
prototipo, y le negó todo derecho sobre el invento para otorgárselo a Tesla (algo que no pudo
disfrutar porque, para entonces, llevaba varios meses muerto).
8. Que, como un proyecto de mucho mayor calado que el creado por Marconi, Tesla inició
tímidamente la construcción de una red que cubriría todo el planeta enviando grandes
cantidades de energía a cualquier parte del globo, a un coste verdaderamente reducido. Un
sistema que, además, permitiría la transmisión de mensajes, imágenes y sonido, en una
cobertura general que adelantaba el concepto de aldea global que McLuhan estableció varios
decenios más tarde. Que el primer escalón en esta magna obra tendría que haber sido la torre de
Wardenclyffe, cuya construcción inició en Long Island en 1901 con financiación del poderoso
John Pierpont Morgan, y que nunca se culminó porque el propio Morgan, sin dar nunca una
explicación satisfactoria, dejó de sufragarlo a la mitad.
9. Que el número de inventos e ideas, patentadas o no, por Tesla a lo largo de su vida (unas
setecientas) le convierten en uno de los cerebros más visionarios y capaces de la historia.
Porque, más allá de que algunas de sus propuestas resultaran descabelladas, las intuiciones que
le hicieron entrever líneas de investigación, artefactos y conceptos que solo con el paso del
tiempo han empezado a explorarse ofrecen un sorprendente grado de acierto, como si el futuro
se esforzara en parecerse al que él imaginaba: de las diversas aplicaciones de la transmisión
inalámbrica de que disfrutamos hoy en día (de la radio a la telefonía móvil, del wi-fi a la aún
incipiente "witricidad",
11
la electricidad sin cables), a los aparatos de despegue vertical, las
bobinas Tesla, la turbina sin aspas, las elucubraciones sobre comunicación interplanetaria, las
tecnologías capaces de alterar el tiempo atmosférico o provocar terremotos, etc.
Estos son los hechos incontrovertibles. Pero a partir de aquí nos aden-11 unos en otro terreno: el
del Nikola Tesla personaje. En El truco 1111 al-El prestigio, el aristócrata termina por conocer
al misterioso individuo que parece hacer magia con la electricidad. Y el escenario y su aparición
no pueden ser más teatrales: sale de detrás de una de sus inmensas bobinas, que llena el aire de
rayos y chisporroteos, COn un sonido estremecedor, como de una tormenta encerrada en un
Almacén. De esa cortina que parece sumida en una especie de elec-11 oí ución permanente
surge una figura alta, elegante, que camina Ifguida, con decisión y gesto solemne. Lleva bigote,
el pelo perfectamente peinado, cada detalle de su vestimenta en su sitio. Llega hasta |]
aristócrata y, con un inglés marcado por un acento que sugiere la lejana y vieja Europa, le pone
una bombilla en una mano. Luego, le loma la otra y, milagrosamente, la bombilla se enciende,
recogiendo la electricidad con la que ese prodigioso aparataje ha sembrado el aire y sus cuerpos.
¿Es este Nikola Tesla? No, y es una pena: solo es David Bowie interpretándole. El caso es que,
en realidad, no existe demasiado parecido Rlico entre ellos, más allá de los detalles que el
vestuario, el maquillaje, ll elegancia de la voz y el porte del que fuera "el hombre que cayó a la
Tierra" logran incorporar al retrato. Pero basta ver una foto de Nikola li'sla para darse cuenta de
que ahí se terminan las semejanzas.
Sabemos que Nikola Tesla medía cerca de dos metros, que su presencia nunca pasaba
inadvertida, y que era capaz de destilar un enorme magnetismo que le hacía centro de todas las
miradas, tanto masculinas como femeninas. Y sin embargo, no podemos ir más allá de las
fotografías existentes: a pesar de que murió ya bien avanzado el siglo XX, en 1943, no se
conserva ninguna película en la que podamos verle moverse, ni grabación alguna de su voz.
Aun así, los testimonios de la época nos dicen que, en realidad, debía de sonar más aguda que la
de Bowie, aflautada incluso, y eso nos ayuda mucho a imaginarnos cómo podían transcurrir sus
conversaciones con personajes como Edison, capaz de estallar en bramidos de furia; J. P.
Morgan, que sembraba sus conversaciones con las cautelas y el retorcimiento expresivo de todo
negociante, o un industrial e inventor como George Westinghouse, amigo de llamar a las cosas
por su nombre, alérgico a hablar en público y enemigo de la retórica.
En ese entorno, ¿qué pintaba un hombre como Nikola Tesla, amante de la poesía y el ballet (y el
boxeo, todavía por entonces un deporte de caballeros), con un espíritu marcado por una
debilidad nerviosa que arrastraba desde la infancia, entre aquellos titanes que hacían negocios
nunca vistos mientras construían el mundo del mañana? En cierta manera, parecía tener la
partida perdida de antemano: cuando emigró a Estados Unidos, se llevó con él la forma de
pensar de un mundo que ya agonizaba, y que quedaría definitivamente barrido de la historia
treinta y cinco años después, con el estallido de la Gran Guerra. Un mundo en el que los
técnicos se formaban también en la literatura, en el que los científicos podían discutir con los
filósofos sobre los misterios de la vida.
Pero a su llegada a Estados Unidos tuvo que enfrentarse a un panorama totalmente distinto, de
preocupaciones mucho más inmediatas. Y sin embargo, el que sobre el papel parecía destinado a
sofocar su genio, fue en realidad el lugar perfecto para que este estallara, casi el único escenario
que en aquel momento podía servir de catalizador para la profunda transformación que
comenzaba: el Nueva York de finales del xix y principios del xx.
LA INCUMPLIDA PROMESA DEL FUTURO
En cierta manera, tenemos la sensación de que el futuro que nos prometieron nunca llegó.
¿Cuántos crecimos convencidos de que en el año 2000 los coches volarían, que viajar a la Luna
o Marte sería algo cotidiano, y que la teletransportación nos ahorraría las molestias del extravío
de maletas, las huelgas de controladores, los volcanes desatados, las amenazas de potenciales
atentados terroristas o cualquiera de los cientos de combinaciones que acaban con nuestro avión
varado?
Para nuestra decepción, basta con darnos un paseo para comprobar que hay demasiadas cosas
que siguen igual que hace cincuenta o setenta y cinco años. El traje y la corbata continúan
siendo el uniforme de los negocios y los actos sociales, el pelo convenientemente cortado la
manera más conveniente de no llamar la atención y los discos de The Beatles y The Rolling
Stones siguen en los primeros puestos de las listas de éxitos. La nostalgia se ha convertido en un
estado permanente.
¿Dónde se quedaron entonces las promesas? La carrera espacial languidece, y ninguna noticia
científica es capaz de transmitir una ilusión siquiera parecida a las de las décadas prodigiosas de
1960 y 1970. Sí, seguimos progresando, qué duda cabe, pero no sentimos que los cambios
¡Hieren demasiado lo que ya conocemos. Las fechas más optimistas para una posible expedición
a Marte la demoran aún varias décadas, y solo en el terreno de la informática y la extensión de
las redes sociales puede percibirse una cierta transformación de hábitos y costumbres. Pero, eso
sí, el coche volador sigue siendo una quimera; seguimos anclados en la vieja, venerable y
prodigiosa rueda.
Y sin embargo, hubo un tiempo en el que cualquier prodigio parecía posible, en que abrir las
páginas de los diarios era asomarse a una nueva maravilla: la construcción de máquinas capaces
de volar de Nueva York a Londres en pocas horas, algo tan inimaginable en su momento como
para nosotros sería el desplazarse a otro planeta del Sistema Solar; comunicarse con los
extraterrestres, pisar cada lugar de la Tierra, por inhóspito que fuera; vivir cien años, encontrar
energías inagotables... Todos esos avances no parecían predicciones a largo plazo, sino
realizaciones a punto de lograrse, que se podían ir celebrando.
Soltada a bocajarro la pregunta de en qué época la ciencia y la tecnología humana progresaron
más rápidamente, lo más fácil sería responder que en el siglo xx, quizá en nuestros días. Sin
embargo, Jonathan Huebner, físico del Naval Air Warface Center, dice que no. Este científico
estableció un criterio objetivo para medir diversas épocas mediente un método que dividía la
cantidad total de innovaciones de cada momento entre el número de habitantes que el planeta
tenía en ese instante. El resultado no dejó lugar a dudas: el máximo de innovación se alcanzó en
el periodo que va de 1873 a 1916, sobre todo en Estados Unidos,'
2
y por encima de lo que ocurre
en nuestros días.
¿Por qué? Se han escrito innumerables ensayos que describen y analizan el proceso de
transformación política y social que afecta al mundo de manera continua, y en cambio escasean
las páginas que tienen en cuenta la profunda revolución que supuso la irrupción de la ciencia y
la tecnología como herramientas principales del progreso. Si en el siglo xvín James Watt había
introducido la máquina de vapor, cien años después se produjo un cambio aún más radical con
la comprensión y domesticación de una fuerza hasta entonces sin parangón: la electricidad.
Conocida desde antiguo como una extraña manifestación divina capaz de sacudir el cielo en
forma de relámpagos, y bautizada a partir de la barra de ámbar (elektron) que utilizaba Tales de
Mileto frotándola con un trapo para atraer objetos pequeños, parecía algo impresionante pero
poco útil para el ser humano. Como toda fuerza divina, no podía ser contenida ni almacenada, y
ni siquiera se sabía muy bien para qué servía, hasta que una serie de nombres fueron
relevándose en la labor de desentrañar su naturaleza. Desde Benjamín Franklin y su
descubrimiento del pararrayos, el primer paso para su domesticación, hasta científicos como
Ampere, Ohm, Coulomb, que van poco a poco descubriendo las peculiaridades de un fenómeno
que iba revelando sus leyes internas. Y claro, también está Galvani, quien accidentalmente
observó las sacudidas de un anca de rana muerta cuando entraba en contacto con una pieza de
metal electrificada, un descubrimiento que disparó las mentes por su enorme potencial simbólico.
Así, no es raro que empezasen a abundar los convencidos de que lo que se había hallado era, ni
más nimenos, la fuerza que definía la vida, el aliento que distinguía a los seres animados de los
inanimados...de ahí al Victor Frankenstein de Mary Shelley no había más que un paso.
Y sin embargo, el gran salto adelante no vendría hasta que se comprendió que dos fenómenos
aparentemente diferentes como la electricidad y el magnetismo eran, en realidad, caras de la
misma moneda. Como tantas veces, volvió a ser cuestión de casualidad: en 1819, un oscuro
profesor danés, Hans Christian Oersted, observó sorprendido cómo la aguja de una brújula
giraba para señalar un cable por el que en ese momento pasaba la corriente, y volvía luego a su
posición habitual, señalando el norte magnético de la Tierra, cuando se cortaba el flujo. La
noticia de ese descubrimiento saltó rápidamente las fronteras porque demostraba que la
electricidad, al pasar por un circuito, creaba un campo magnético. Quedaba por demostrar si
también ocurría al contrario.
Poco más de diez años después, en 1831, uno de los mayores genios de la ciencia del siglo xix,
el inglés Michael Faraday, realizó una serie de experimentos que establecieron por fin la
naturaleza inseparable del magnetismo y la electricidad. Hizo, además, un descubrimiento
crucial: el fenómeno de la inducción, que fue un paso más allá al demostrar que la combinación
de electricidad y magnetismo podía crear movimiento, lo que permitió la construcción del
primer y primitivo motor eléctrico, y abrió las puertas a las primeras aplicaciones prácticas de lo
que, hasta entonces, no pasaban de experimentos de salón. James Clerk Maxwell, en la década
de 1860, terminaría de definir el escenario al fijar en una serie de ecuaciones la relación entre
ambos conceptos, el único aspecto en el que Faraday, que no era buen matemático, había
fracasado.
A partir de aquí, el vértigo. La electricidad irrumpió en la vida cotidiana cuando unos avispados
emprendedores comprendieron que aquella fuerza, objeto de tanta controversia científica (¿qué
es, qué la produce y qué puede hacer?) podía generar beneficios económicos muy reales. I) lo
que es lo mismo, lo que había sucedido con el vapor, solo que en un grado e intensidad mucho
mayores. Pero, curiosamente, no fue <n la generación de potencia ni en el desarrollo de motores
donde se produjo la primera innovación significativa, sino en otro ámbito apa-1 «lilemente más
modesto, pero que propició un cambio de mentalidad n revocable: el telégrafo.
En un principio, la electricidad y el vapor unieron sus fuerzas para poner patas arriba un mundo
que había permanecido básicamente inmutable, en lo tecnológico, durante siglos. Porque los
primeros ca-bles que se tendieron sobre campos y ciudades siguieron otras líneas previamente
trazadas, e igualmente en expansión, y que recorrían a diario esos grandes monstruos que
representaban el progreso: las locomotoras. Con su potencia cada vez mayor, surcaban una red
cada ve/, más tupida que iba acortando las distancias y obligando a revisar conceptos que hasta
entonces no habían merecido excesivo interés; tic repente, se hacía imprescindible un método
exacto de medición 1I1I tiempo, para coordinar cientos de convoyes que surcaban las nuevas
líneas.
En cierta forma, el vapor trajo consigo una obsesión Inédita por la exactitud, algo que
la electricidad no hizo más que multiplicar.
I .a expansión del telégrafo, gracias a personajes como Samuel Morse, M lú/.o cuestión de
estado en un gigante que iba ensamblando sus parles mientras se desperezaba y se extendía
hacia el oeste, apoyándose en guerras -contra las fuerzas colonizadoras primero, los nativos después
y finalmente el vecino mexicano—, la presión constante de una inmigración que aportaba miles
de personas cada mes, y los grandes recursos naturales de una tierra que era casi un
continente. Un inmenso territorio que, sobre todo, alimentaba la convicción de ser una verdadera
tierra de promisión, el Nuevo Mundo, que recogería el testigo de la herencia europea,
superando sus limitaciones y llevándola a un nuevo grado de civilización.
El traspiés que más amenazó tan alto proyecto fue la Guerra de Secesión, un conflicto que abrió
enormes heridas que, aún hoy, se perciben en la vida política y social norteamericana. Pero en
1865, cuando termina el conflicto y el económicamente retrasado sur queda bajo la ya total y sin
condicionantes influencia del Norte, la economía estadounidense entra en un periodo de
esplendor nunca visto. En las décadas siguientes, comienzan a forjarse las grandes fortunas que
darían carta de existencia al capitalismo norteamericano, marcadas por apellidos que dibujaron
un nuevo mapa, potente, feroz y dispuesto a extenderse por el mundo: Carnegie, Morgan,
Rockefeller, Guggenheim, Vanderbilt, Astor... Unas fortunas que, en mayor o menor medida,
tienen relación con los negocios surgidos al calor de las demandas de las nuevas tecnologías: el
petróleo, el acero, o la prodigiosa extensión del ferrocarril y su posibilidad de trasladar grandes
cantidades de mercancías y personas a toda velocidad. A su desarrollo contribuyó
poderosamente el invento, debido a George Westinghouse, del freno neumático, que aún hoy va
instalado en los trenes y que sentó las bases de su fortuna. Solo faltaba la electricidad.
En 1876, Filadelfia acogió la Exposición del Centenario, en la que el joven país exhibió
orgulloso sus logros, encarnados en la monumental máquina Corliss, un gigantesco ingenio de
vapor que era el orgullo de su ingeniería. A partir de ahí vinieron unos tiempos convulsos pero
vertiginosos, una auténtica montaña rusa en la que las quiebras y los pánicos bursátiles se
alternaban con intervalos de pocos años, pero de los que la economía norteamericana, cada vez
que parecía al borde del colapso, resurgía una y otra vez con fuerzas renovadas. De hecho, solo
diecisiete años después de la muestra de Filadelfia, la Exposición Colombina de Chicago
proclamó al mundo entero el surgimiento de una nueva época y consagró el potencial de la
electricidad, enmarcando la culminación de los sueños de un, hasta entonces, oscuro personaje
que poco antes había deambulado por Europa Central, lleno de manías y sin saber que estaba
destinado a convertirse en un símbolo de los sueños y anhelos de toda una época
sospechosamente parecida a la nuestra.
CUANDO EL MAGO DECEPCIONA
En 1884, llegaron a Estados Unidos 518.592 inmigrantes,procedentes sobre todo de Europa,
una heterogénea marea humana que buscaba comenzar de nuevo en una tierra de grandes
oportunidades. Y el puerto de Nueva York era, y lo sería aún durante mucho tiempo, el principal
punto de llegada. Las colas que se formaban en el control de inmigración eran una auténtica
babel en cuyas filas, en las que se confundían trabajadores solitarios y familias completas, todos
agotados tras pasar muchos días en el mar, el alemán se mezclaba con el italiano, el español, el
yiddish, y con casi cualquier otra lengua creada por el hombre. Luego, aquellas filas se rompían,
esparciéndose por el país, aunque muchos se quedaron en aquella ciudad que acababan de
conocer, una ciudad que estaba convirtiéndose a gran velocidad en una de las metrópolis del
mundo. Y empezaban a levantarse las construcciones que se convertirían en emblema de la
ciudad: la Grand Central Station, terminal ferroviaria y símbolo del impulso que los trenes
habían dado al país, se había inaugurado en 1871; dos años después, muchos de los nombres
más influyentes de la ciudad se unieron para dotar a Nueva York de un gran parque que no
tuviera nada que envidiar al Hyde Park de Londres ni a los Jardines de Luxemburgo de París;
así nació Central Park. En 1879 se inauguró el primer Ma-dison Square Garden, en 1880 la
Metropolitan Opera House... Las calles eran un hormiguero, y las obras y zanjas se sucedían
mientras la ciudad, luchando por adaptarse para acoger a una población que se encaminaba con
rapidez hacia los dos millones, estaba sumida en una transformación constante.
Ese fue el paisaje con que se encontró el joven Nikola Tesla, que en ese momento tenía
veintisiete años. Aún no lo sabía, pero acababa de llegar al lugar que sería su residencia
definitiva, después de un vagabundeo que le había hecho atravesar la vieja Europa desde los
Balcanes hasta París, la última ciudad en deslumhrarle. Desde allí se había lanzado a cruzar el
Atlántico, apenas uno más de los que buscaban la prosperidad de Occidente, el respaldo y la
financiación que le permitieran desarrollar sus revolucionarias ideas. Sin embargo, como él
mismo escribió años más tarde, la impresión que le causó la nueva metrópolis no fue
precisamente cautivadora:
En Las mil y una noches había leído que los genios transportaban a la gente a una tierra de
ensueño para que vivieran aventuras deliciosas. Mi caso fue justo el contrario. El genio me llevó
de un mundo de ensueño a otro de realidades. Lo que había dejado atrás era bonito, artístico y
fascinante en todos sus aspectos; lo que veía aquí era mecánico, rudo y carente de atractivo. Un
fornido policía hacía girar la porra, que me parecía tan grande como un tronco. Me aproximé a
él educadamente con la petición de que me guiara. 'Seis manzanas hacia abajo, luego a la
izquierda', me dijo con ojos homicidas. '¿Esto es América?', me pregunté con dolorosa sorpresa.
'Está un siglo por detrás de Europa en cuanto a civilización'. Cuando fui al extranjero en 1889 habían
pasado cinco años desde mi llegada a este país-, me convencí de que lo que estaba era
más de cien años por delante de Europa, y nada ha ocurrido hasta hoy que me haya hecho
cambiar de opinión.
¿Qué dirección le había preguntado Tesla al policía en su quizá excesivamente correcto inglés,
una más de las muchas lenguas que dominaba?
¿Adonde podía dirigirse en aquella ciudad
caótica y ajetreada aquel refinado joven de dos metros de altura, voz aguda y modales
exquisitos? Seguramente, a la estación de Pearl Street, donde un ejército de ingenieros y
trabajadores luchaba denodadamente por llevar la luz eléctrica a los barrios más elegantes de la
ciudad. Ese ejército estaba comandado por el hombre a quien Tesla, como casi todo el mundo
occidental, admiraba sobre todos los demás: Thomas Alva Edison, el famoso inventor a quien
los medios habían bautizado como "el Mago de Menlo Park". Poco antes, en 1882, Edison había
causado sensación al iluminar el domicilio dej. P. Morgan quien, muy sagazmente, había
querido ser el primero en abrir las puertas de su casa a lo que, para él, terminaría siendo un
verdadero maná, la iluminación eléctrica. Hasta tal punto llegó su interés, que ni siquiera se
arredró por las protestas de sus vecinos, que se quejaban del excesivo ruido y los malos olores
del generador del jardín, por los gatos callejeros que buscaban el calor del generador para
dormir, por la baja calidad de aquella luz o por pequeños contratiempos como el incendio de su
biblioteca a causa de un defecto en la instalación.
Como suele ocurrir, el ejemplo de J. P. Morgan fue inmediatamente seguido por otras casas
principales, y pronto los nombres más destacados de la ciudad hacían cola para que les
instalaran la nueva luz. Pero era más fácil quererlo que conseguirlo: el sistema desarrollado por
Edison, basado en la corriente continua, ofrecía serias limitaciones para el transporte de la
electricidad, y precisaba que una tupida tela de araña se extendiese sobre las cabezas de los
transeúntes, y bajo sus pies. En la prensa aparecían chistes sobre la imposibilidad de que el sol
llegase a tocar unas aceras sepultadas bajo grandes haces de cables. Para colmo, había que
instalar, cada poca distancia, unas plantas generadoras que insuflaran potencia a una corriente
que, de otra manera, apenas cubría unas pocas manzanas.
Con todos estos problemas, en 1884 el nuevo sistema tan solo había logrado llegar a 508
domicilios, con un total de 10.164 lámparas.
Y lo que era más importante: aún distaba mucho
de ser rentable, sobre lodo si se comparaba con el coste del gas, el principal recurso de iluminación
y calefacción del momento. Edison aún no había aceptado que la corriente continua,
en la que los electrones se mueven siempre en la misma dirección, despilfarraba mucha energía
en forma de calor, y nunca podría servir de verdadera alternativa para cubrir grandes superficies.
De la resolución de ese problema dependía el futuro del nuevo sistema.
Tesla conocía perfectamente esas limitaciones pues, no en vano, había trabajado para la
mismísima Continental Edison Company en París a las órdenes de Charles Batchelor, mano
derecha del célebre inventor. De hecho, al parecer Tesla habría llevado, entre las escasas
pertenencias que le acompañaron a América, una nota escrita por Batchelor en la que este le
decía a su patrón: "Conozco solo a dos grandes hombres y usted es uno de ellos; el otro es este
joven".
Tesla ya había tenido ocasión de conocer a Edison durante uno de los viajes de este a
París, pero no empezó a trabajar con él hasta su traslado a Nueva York.
El recién llegado tenía muchas esperanzas de que el mayor inventor del momento comprendiera
y aceptara inmediatamente sus propuestas. Conocía cada detalle de la larga lista de logros de
Edison, su inteligencia natural que le hacía capaz de enfrentarse a los mayores retos casi sin
haber pisado una escuela. Aquel hombre estaba ayudando a hacer realidad lo que pocas décadas
antes tan solo era un sueño, ¿qué mejor compañía podría haber para él?
Las esperanzas eran muchas, pero la experiencia resultó breve y catastrófica. Pocos meses
después, y tras un trabajo ímprobo por parte de Tesla para perfeccionar los generadores de
corriente continua en los que no creía, y sin que Edison se hubiese dignado escuchar siquiera
sus propuestas para construir un prototipo de corriente alterna, Tesla se despidió y se bajó de lo
que había creído avanzadilla del futuro. El detonante, al parecer, fue el que Edison le ofreciera
una recompensa de 50.000 dólares si lograba sacar adelante el trabajo acumulado. Cuando Tesla
lo consiguió y fue a solicitar su premio, recibió a cambio una sonora carcajada del inventor,
quien le dijo al balcánico que mejor se fuera acostumbrando al sentido del humor
estadounidense. Tesla, que por supuesto no recibió ni un centavo de la suma prometida, decidió
abandonar la empresa.
Sin embargo, y como en tantas ocasiones en la historia de la tecnología, puede que aquello no
fuera realmente un fracaso: si las cosas no hubieran transcurrido así, quizá las ideas de Tesla no
hubiesen caído en el campo adecuado para que pudiesen prosperar. Y los oídos capaces de
escucharle no pertenecían ni a Edison ni a sus colaboradores; para ellos, las palabras "corriente
alterna" no tenían futuro alguno. Hoy sabemos que se equivocaban, pero es porque jugamos con
ventaja: nosotros sabemos que lo que Tesla traía consigo, más que el resultado de un trabajo
paciente de prueba-error como el de Edison (método que Tesla, despectivamente, comparaba
con el de buscar brizna a brizna una aguja en un pajar, en lugar de reflexionar sobre dónde sería
más posible encontrarla), era una intuición, una revelación, algo más cercano a los caminos más
desconocidos e intrigantes de la mente que a una estricta labor de trabajo científico.
DE GATOS, PERROS, PALOMAS Y REOS
John O'Neill fue el primer biógrafo de Nikola Tesla, y su referencial Prodigal Genius apareció
en 1944, solo un año después de la muerte del inventor. Merecedor de un gran prestigio como
divulgador científico, O'Neill llegó a ganar un premio Pulitzer compartido en 1937 por su
cobertura del tricentenario de la Universidad de Harvard para el New York Herald Tribune. Por
entonces, contaba que uno de los instantes cruciales de su vida había sucedido en 1907 cuando,
con 28 años de edad, se encontró con Nikola Tesla en el andén del metro de Nueva York, y se
atrevió a abordarle con timidez:
-Tengo muchas preguntas que hacerle -dijo el joven, mientras Tesla se adelantaba para tomar el
tren.
-Bien, entonces, venga -respondió Tesla, incapaz de entender por qué el joven dudaba.
-No tengo bastante dinero para el billete -fue la incómoda respuesta.
—¡Oh, es eso! —dijo el sabio de la electrónica con una sonrisa, mientras alcanzaba al joven la
suma requerida—. ¿Cómo se llama usted?
—O'Neill, señor. Jack O'Neill. Estoy buscando trabajo como bedel en la Biblioteca Pública de
Nueva York.
-Bien. Podemos encontrarnos allí, y usted puede ayudarme con la historia de algunas patentes
que estoy investigando.
Comenzó así una relación que se extendería durante cerca de cuatro décadas, hasta la muerte de
Tesla. O'Neill era un apasionado de la ciencia y la técnica y, como ávido lector de todo lo que se
publicaba, conocía a la perfección los logros de aquel hombre que, en los últimos veinte años
del siglo Xix, había alcanzado una extraordinaria popularidad, hasta el punto de que la prensa le
dedicaba tanto espacio como a Edison. Sin embargo, con el cambio de siglo y el colapso de su
proyecto de Warden-clyffe, y mientras la fama del mago de Menlo Park se mantenía intacta, si
no iba a más, para Tesla comenzó un borrado que terminó relegándolo al olvido, un proceso
fascinante y muy ilustrativo de cómo se construyen los modelos de referencia colectivos. Pero
O'Neill permaneció junto a él con devota fidelidad, presa de ese magnetismo que la
personalidad de Tesla era capaz de irradiar sobre quienes le rodeaban.
De los tres grandes biógrafos de Tesla (O'Neill, Margaret Cheney y MarcJ. Seifer), solo O'Neill
lo conoció personalmente, y ese testimonio de primera mano es lo que hace más valioso su
relato, si bien en demasiadas ocasiones la pasión y el ansia por evitar que su nombre se perdiese
generan algunas dudas sobre ciertos episodios y datos. Además, mucha de la documentación
disponible para comprender lo sucedido en la vida de Tesla no se hizo pública hasta años
después de la muerte del propio O'Neill.
Y sin embargo, en sus páginas es donde nace el mito
Tesla, el personaje con un aura intemporal, reivindicado en nuestros días por toda una corriente
cultural muy ligada a los géneros más populares. No está nada mal para alguien que, al fin y al
cabo, rechazó de plano la teoría de la relatividad de Einstein, lo que debería haberle convertido
en una referencia caduca, un ejemplo de cuando la ciencia era algo propio de investigadores
solitarios que se encerraban en laboratorios a lo mad doctor, totalmente alejados de los
industriales y asépticos recintos donde se suceden los descubrimientos de hoy.
Quizá influido por el personaje creado por Jerry Siegel y joe Shuster, y que había iniciado sus
aventuras en las páginas de la revista Action Comics en 1938, O'Neill no tuvo ningún reparo en
tomar prestado el nombre de aquel superhéroe para aplicárselo a su biografiado: para él, Nikola
Tesla era un ser superior capaz de transformar el mundo. A pesar de que fue testigo del
crecimiento de sus excentricidades, ya de por sí acusadas, de su progresivo empobrecimiento, y
de aquellos anuncios en los que cada vez costaba más distinguir lo que había de cierto y lo que
era solo una alucinada invención, O'Neill no perdía de vista que aquel hombre flaco, vestido
según una etiqueta pasada de moda varias décadas atrás, había sido capaz de ver el futuro, de
entrever las enormes posibilidades de la energía eléctrica cuando el resto andaba dando palos de
ciego; gracias a sus inventos se había domesticado la portentosa catarata del Niágara, y las
ciudades recibían un aluvión de energía transmitida a través de postes de alta tensión, que
surcaban el mapa cosiendo toda una nación que caminaba vertiginosa hacia el lide-razgo
mundial. Y no solo eso: para O'Neill y muchos de los miembros de la reducida pero entusiasta
cofradía de seguidores de Tesla, que en los últimos tiempos todavía parece encarar una discreta
prosperidad, si sus proyectos no hubieran sido saboteados por una oligarquía a la que no
convenía que fructificasen, la transformación hubiera sido aún más profunda, llevando a la
humanidad a un nuevo nivel en el que la guerra sería algo del pasado. Un mundo regado por un
flujo constante y gratuito de energía, que envolvería la Tierra como un manto caliente y vería la
culminación del ser humano como especie.
Eso prometía Tesla cuando, en las últimas décadas de su vida, recibía de manera ritual en la
habitación de su hotel, el día de su cumpleaños, a un grupo de reporteros que habían hecho de
aquella cita casi nunca cancelada un pequeño remedo de las grandes demostraciones y
celebraciones del pasado, cuando su nombre era capaz de congregar a su alrededor, en los
salones del Waldorf Astoria o el restaurante Delmonico's, a lo más granado de la vida social del
momento.
Para O'Neill, Nikola Tesla era un verdadero Superman, pero en realidad en su figura parecían
convivir y contradecirse los poderes benefactores del hijo de Krypton con los proyectos
megalómanos y ultrarracionales de su némesis, Lex Luthor.
Como su referente en la ficción, Tesla también pasó su infancia en un ambiente rural, una
anomalía en un entorno que no parecía el más indicado para la inventiva tecnológica. Como si
hubiese caído dentro de un meteorito, las granjas y casas de la pequeña aldea de Smiljan fueron
testigos de los primeros prodigios de un pequeño solitario a quien su familia llamaba Niko.
Además, no se puede decir que en su nacimiento faltasen ciertos signos: en la medianoche del
10 de julio de 1856, una gran tormenta, acompañada por un espectacular aparato eléctrico,
descargó toda su potencia sobre Smiljan, dentro de lo que hoy es Croacia, entonces parte del
sábado, 24 de noviembre de 2018
Sócrates Apología
APOLOGÍA DE SÓCRATES
Ciudadanos de Atenas: Ignoro qué impresión habrán despertado en vosotros las palabras de mis
acusadores. Han hablado tan seductoramente que al escucharlas, casi han conseguido
deslumbrarme a mí mismo. Sin embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que
se ajuste a la realidad. Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una que me deja lleno
de asombro: aquella en que se decía que tenéis que precaveros de mí, y no dejaros embaucar
porque soy una persona muy hábil en el arte de hablar. Y ni siquiera la vergüenza les ha hecho
enrojecer al sospechar de que les voy a desenmascarar con hechos y no con unas simples
palabras. A no ser que ellos consideren orador habilidoso a aquel que sólo dice y se apoya en la
verdad. Si es eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy orador, pero jamás
en el sentido y en la manera usual entre ellos. Aunque vuelvo a insistir, que poco, por no decir
nada, han dicho que sea verdad.
Y, ¡por Zeus!,que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas, ni con bellos
discursos escrupulosamente estructurados como es propio de los de su calaña, sino que voy a
limitarme a decir llanamente lo que primero se me ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de
una improvisación se tratara, porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo
bastante con decir lo justo, dígalo como lo diga. Por eso, que nadie de los aquí presentes, espere
de mí, hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería ridículo que pretendiera
presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos, propios más bien de los jovenzuelos con
ilusas aspiraciones de medrar.
Tras este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es la de que no me exijáis
que use en mi defensa un tono y estilo diferente del que uso en el ágora, curioseando las mesas
de los cambistas o en cualquier sitio donde muchos de vosotros me habéis oído. Si estáis
advertidos, después no alborotéis por ello. Pues, ésta es mi situación: hoy es la primera vez que
en mi larga vida comparezco ante un tribunal de tanta categoría como éste. Así que, -y lo digo
sin rodeos-, soy un extraño a los usos de hablar que aquí se estilan. Y si en realidad fuera uno de
los tantos extranjeros que residen en Atenas, me consentiriais, e incluso excusaríais el que
hablara con aquella expresión y acento propios de donde me hubiera criado. Por eso, debo
rogaros (aunque creo tener el derecho a exigirlo) que no os fijéis ni os importen mis maneras de
hablar y de expresarme (que no dudo de que las habrá mejores y peores) y que por el contrario,
pongáis atención exclusivamente en si digo cosas justas o no. Pues, en esto, en el juzgar, consiste
la misión del juez, y en el decir la verdad, la del orador.
Así pues, lo correcto será que pase a defenderme.
En primer lugar de las que fueron las primeras acusaciones propaladas contra mí por mis
antiguos acusadores y después pase a contestar las más recientes.
Todos sabéis que, tiempo ha, surgieron detractores míos, que nunca dijeron nada cierto y es a
éstos a los que más temo, incluso más que al propio Anitos y a los de su comparsa, aunque
tambien esos sean de cuidado. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de
vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente diciendo que hay un tal
Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y
que hace más fuerte el argumento más débil. Estos, son, de entre mis acusadores, a los que más
temo por la mala fama que me han creado y porque los que les han oído están convencidos de
que quienes investigan tales asuntos tampoco creían que existan dioses. Y habría de añadir que
estos acusadores son muy numeroso y que me están acusando desde hace muchos años, con el
agravante de que se dirigieron a vosotros cuando erais niños o adolescentes y por ello más
fácilmente manipulables, iniciando un auténtico proceso contra mí, aprovechándose de que ni yo,
ni nadie de los que hubieran podido defenderme, estaban presentes. Y lo más desconcertante es,
que ni siquiera dieron la cara, por lo que es imposible conocer todos sus nombres, a excepción de
cierto autor de comedias. Esos, pues, movidos por envidias y jugando sucio, trataron de
convenceros para, que una vez convencidos, fuerais persuadiendo a otros. Son,
indiscutiblemente, difíciles de desenmascarar, pues ni tan solo es posible hacerles subir a este
estrado para que den la cara y puedan ser interrogados, por lo que me veo obligado, como
vulgarmente se dice, a batirme contra las sombras y a refutar sus argumentos sin que nadie me
replique.
Convenid, pues, conmigo, que dos son los tipos de acusadores con los que debo enfrentarme:
unos, los más antiguos, y otros, los que me han acusado recientemente. Por ello, permitidme que
empiece por desembarazarme primero de los más antiguos, pues fueron sus acusaciones las que
llegaron antes a vuestro conocimiento y durante mucho más tiempo que las recientes.
Aclarado esto, es preciso que pase a iniciar mi defensa para intentar extirpar de vuestras mentes
esa difamación que durante tanto tiempo os han alimentado y debo hacerlo en tan poco tiempo
como se me ha concedido. Esto es lo que pretendo con mi defensa, confiado en que redunde en
beneficio mio y en el vuestro, pero no se me escapa la dificultad de la tarea. Sin embargo, que la
causa tome los derroteros que sean gratos a los dioses. Lo mío es obedecer a la ley y abogar por
mi causa.
Remontémonos, pues, desde el principio para ver cual fue la acusación que dio origen a esta
mala fama de que gozo y que ha dado pie a Meletos para iniciar este proceso contra mí.
Imaginémonos que se tratara de una acusación formal y pública y oímos recitarla delante del
tribunal:
"Sócrates es culpable porque se mete donde no le importa, investigando en los cielos y bajo la
tierra. Practica hacer fuerte el argumento más débil e induce a muchos otros para que actúen
como él."
Algo parecido encontraréis en la comedia de Aristófanes, donde un tal Sócrates se pasea por la
escena, vanagloriándose de que flotaba por los aires, soltando mil tonterías sobre asuntos de los
que yo no entiendo ni poco ni nada. Y no digo eso con ánimo de menosprecio, no sea que entre
los presentes haya algún aficionado hacia tales materias y lo aproveche Meletos para entablar
nuevo proceso contra mi, por tan grave crimen.
La verdad es, oh, atenienses, que no tengo nada que ver con tales cuestiones. Y reto a la inmensa
mayoría para que recordéis si en mis conversaciones me habéis oído discutir o examinar sobre
tales asuntos; incluso, que os informéis los unos de los otros, entre todos los que me hayan oído
alguna vez, publiquéis vuestras averiguaciones.
Y así podréis comprobar que el resto de las acusaciones que sobre mí se han propalado son de la
misma calaña. Pero nada de cierto hay en todo esto, ni tampoco si os han contado que yo soy de
los que intentan educar a las gentes y que cobran por ello y también puedo probar que esto no es
verdad y no es que no encuentre hermoso el que alguien sepa dar lecciones a los otros, si lo
hacen como Gorgias de Leontinos o Pródicos de Ceos o Hipias de Hélide, que van de ciudad en
ciudad, fascinando a la mayoría de los jóvenes y a muchos otros ciudadanos que podrían escoger
libremente y gratis, la compañía de muchos otros ciudadanos y que, sin embargo, prefieren
abandonarles para escogerles a ellos para recibir sus lecciones por las que deben pagar y, aún
más, restarles agradecidos.
Y me han contado, que corre por ahí uno de esos sabios, natural de Paros y que precisamente
ahora está en nuestra ciudad. Coincidió que me encontré con el hombre que más dinero se ha
gastado con estos sofistas, incluso mucho más él solo que entre el resto juntos.
A éste, -que tiene dos hijos, como sabéis-, le pregunté:
"Calias, si en lugar de estar preocupado por dos hijos, lo estuvieras por el amaestramiento de
dos potrillos o dos novillos, nos sería fácil, mediante un un jornal, encontrar un buen cuidador:
éste debería hacerlos aptos y hermosos según posibilitara su naturaleza y seguro que escogerías
al más experto conocedor de caballos o a un buen labrador. Pero, puesto que son hombres, ¿a
quién has pensado confiarlos? ¿Quién es el experto en educación de las aptitudes propias del
hombre y del ciudadano? Pues me supongo que lo tienes todo bien estudiado, por mor de esos
dos hijos que tienes. ¿Hay alguien preparado para tal menester?".
"Claro que lo hay", respondió.
"¿Quién?, y ¿de dónde?, y ¿cuánto cobra?" -le acosé.
"¡Oh Sócrates! se llama Evenos, es de Paros y cobra cinco minas."
Y me pareció que este tal Evenos puede sentirse feliz si de verdad posee este arte y lo enseña tan
convincentemente. Pues si yo poseyera este don me satisfaría y orgullosamente lo proclamaría.
Pero, en realidad es que no entiendo nada sobre eso.
Puede que ante eso, alguno de vosotros me interpele:
"Pero entonces, Sócrates, ¿cuál es tu auténtica profesión? ¿De dónde han surgido estas
habladurías sobre tí? Porque ni no te dedicas a nada que se salga de lo corriente, in meterte en
lo que no te concierne, o se habría originado esta pésima reputación y tan contradictorias
versiones sobre tu conducta. Explícate de una vez, para que no tengamos que darnos nuestra
propia versión."
Esto sí que me parece razonable y sensato, y por ser cuerdo, quiero pasar a contestarlo para dejar
bien claro de dónde han surgido estas imposturas que me han hecho acreedor de esta notoriedad
tan molesta. Escuchadlo. Quizá alguno se crea que me lo tomo a guasa, sin embargo, estad
seguros de que sólo os voy a decir la verdad.
Yo he alcanzado este popular renombre por una cierta clase de sabiduría que poseo.¿De qué
sabiduría se trata? Ciertamente que es una sabiduría propia de los humanos. Y en ella es posible
que yo sea sabio, mientras que por el contrario, aquellos a los que acabo de aludir, quizá también
sean sabios, pero lo serán en relación a una sabiduría que quizá sea extrahumana, o no se con qué
nombre calificarla. Habo así, porque, yo, desde luego, que ésa no la poseo ni sé nada de ella y el
que propale lo contrario o miente, o lo dice para denigrarme.
Atenienses: no arméis barullo aunque os parezca que me estoy dando autobombo.
Lo que os voy a contar no serán valoraciones sobre mí mismo, sino que os voy a remitir a las
palabras de alguien que merece vuestra total confianza y que versan precisamente sobre mi
sabiduría, si es que poseo alguna, y cual sea su índole. Os voy a presentar el testimonio del
propio dios de Delfos. Conocéis sin duda a Querefonte, amigo mio desde la juventud, compañero
de muchos de los presentes, hombre democrático. Con vosotros compartió el destierro y con
vosotros regresó. Bien conocéis con qué entusiasmo y tozudez emprendía sus empresas.
Pues bien, en una ocasión, mirad a lo que se atrevió: fue a Delfos a hacer una especial consulta al
oráculo, y os vuelvo a pedir calma, oh, atenienses! y que no me alborotéis. Le preguntó al oráculo
si había en el mundo alguien más sabio que yo.Y la pitonisa respondió que no había otro
superior.
Toda esta historia la puede avalar el hermano de Querefonte, aquí presente, pues sabéis que él ya
murió. Veamos con qué propósitos os traigo a relación estos hechos; mostraros de dónde
arrancan las calumnias que han caído sobre mí.
Cuando fui conocedor de esta opinión del oráculo sobre mí, empecé a reflexionar: "¿Qué quiere
decir realmente el dios? ¿Qué significa este enigma? Porque yo sé muy bien que sabio no lo soy,
¿a qué viene, pues, el proclamar el que lo soy? Y que él no miente, no sólo es cierto, sino que
incluso ni las leyes del cielo se lo permitirían".
Durante mucho tiempo me preocupe por saber cuáles eran sus intenciones y qué era lo que en
verdad quería decir. Más tarde y muy a desagrado, me dediqué a descifrarlo de la siguiente
manera. Anduve mucho tiempo pensativo y al fin entré en casa de uno de nuestros
conciudadanos que todos tenemos por sabio, convencido dc que éste era el mejor lugar para dejar
esclarecido el vaticinio, pues pensé: "Este es más sabio que yo y tú decías que yo lo era más que
todos."
No me obliguéis a que diga su nombre; baste con decir que se trataba de un renombrado político.
Y al examinarlo, ved ahí lo que experimenté: tuve la primera impresión de que parecía mucho
más sabio que muchas otros que, sobre todo, el se lo tenía creído, pero que en realidad no lo era.
Intenté hacerle ver que no poseía la sabiduría que él presumía tener. Con ello, no sólo me gané su
inquina, sino también la de sus amigos.
Y partí, diciéndome para mis cabales: "Ninguno de los dos sabemos nada, pero yo soy el más
sabio, porque yo, por lo menos, lo reconozco. Asi que pienso que en este pequeño punto,
justamente si que soy mucho más sabio que él:que lo que no sé, tampoco presumo de saberlo".
Y de allí pase a saludar a otro de los que gozaban aún de mayor fama que el anterior y llegué a la
misma conclusión. Y también me malquisté con él y con sus conocidos.
Pero no desistí. Fui entrevistando uno tras otro, consciente que sólo me acarrearía nuevas
enemistades, pero me sentía obligado a llegar hasta el fondo para no dejar sin esclarecer el
mensaje del dios. Debía llamar a todas las puertas de los que se llamaban sabios con tal de
descifrar todas las incógnitas del oráculo. Y, ¡voto al perro!, -y juro porque estoy empezando a
sacar a la luz la verdad-, que ésta fue la única conclusión: los que eran reputados o se
consideraban a sí mismos como los más sabios, fue a los encontré más carentes de sabiduría,
mientras que otros que pasaban por inferiores, los superaban. Permitid que os relate cómo fue
aquella mi peregrinación, que cual emulación de los trabajos de Hércules llevé a cabo para
asegurarme de que el oráculo era irrefutable.
Después de los políticos, acosé a los poetas: me entrevisté con todos: con lo que escriben
poemas, con los que componen ditirambos o practican cualquier género literario, con la
persuasión de que aquí sí me encontraría totalmente superado por ser yo muchísimo más
ignorante que uno cualquiera de ellos. Asi pues, escogiendo las que me parecieron sus mejores
obras, les iba preguntando qué es lo que querían decir. Intentaba descifrar el oráculo y, al mismo
tiempo, ir aprendiendo algo de ellos.
Pues sí, ciudadanos, me da vergüenza deciros la verdad, pero hay que decirla: cualquiera de los
allí presentes se hubiera explicado mucho mejor sobre ellos, que sus mismos autores. Pues
pronto descubrí que la obra de los poetas no es fruto de la sabiduría, sino de ciertas dotes
naturales y que escriben bajo inspiración, como les pasa a los profetas, adivinos, que pronuncian
frases inteligentes y bellas, pero nada es fruto de su inteligencia y muchas veces lanzan mensajes
sin darse cuenta de lo que están diciendo. Algo parecido opino que ocurre en el espiritu de los
poetas. Sin embargo, me percaté de que los poetas, a causa de este don de las musas, se creen los
más sabios de los hombres y no sólo en estas cosas, sino en todas las demás, pero que, en
realidad, no lo eran.
Y me alejé de allí, convencido de que también estaba por encima de ellos, lo mismo que ya antes
había superado a los políticos.
Para terminar, me fui en busca de los artesanos, plenamente convencido de que yo no sabía nada
y que en estos encontraría muchos y útiles conocimientos.Y ciertamente que no me equivoqué:
ellos entendían en cosas que yo desconocía, por tanto, en este aspecto eran mucho más expertos
que yo, sin duda. Pero pronto descubrí que los artesanos adolecían del mismo defecto que los
poetas: por el hecho de que dominaban bien una técnica y realizaban bien un oficio, cada uno de
ellos se creia entendido no sólo en esto, sino en el resto de las profesiones, aunque se tratara de
cosas muy complicadas.Y esta petulancia, en mi opinión, echaba a perder todo lo que sabían.
Estaba hecho un lío, porque intentando interpretar el oráculo, me preguntaba a a mi mismo si
debía juzgarme tal como me veía, -ni sabio de su sabiduría, ni ignorante de su ignorancia-, o
tener las dos cosas que ellos poseían. Y me respondí a mí mismo y al oráculo, que me salia
mucho más a cuenta permanecer tal cual soy.
En fín, oh atenienses, que como resultado de esta encuesta, me encuentro, que por un lado me he
granjeado muchos enemigos y odios profundos y enconados como los haya, que han sido causa
de esta aureola de sabio con que me han adornado y que han encendido tantas calumnias. En
efecto, quienes asisten accidentalmente a alguna de mis tertulias se imaginan quizá de que yo
presumo de ser sabio en aquellas cuestiones en que yo someto a examen a los otros, pero en
realidad, sólo el dios es sabio, lo que quiere decir el oráculo es simplemente que la sabiduría
humana poco o nada vale ante su sabiduría. Y si me ha puesto a mí como modelo, es que
simplemente se ha servido de mi nombre como para poner un ejemplo, como si dijera: "Entre
vosotros es el más sabio, ¡oh hombres!, aquél que como Sócrates ha caido en la cuenta de que
en verdad su sabiduría no es nada."
Es por eso, sencillamente, por lo que voy de acá para allá, investigando en todos los que me
parecen sabios, siguiendo la indicación del dios, para ver si encuentro una satisfacción a su
enigma, ya sean ciudadanos atenienses o extranjeros. Y cuando descubro que no lo son,
contribuyo con ello a ser instrumento del dios.
Ocupado en tal menester, da la impresión de que me he dedicado a vagar y que he dilapidado mi
tiempo, descuidando los asuntos de la ciudad, incluso los de mi familia, viviendo en la más
absoluta pobreza por preferir ocuparme del dios.
Por otra parte, ha surgido un grupo de jóvenes que espontáneamente me siguen y que son los que
disponen de mayor tiempo libre, por preceder de familias acomodadas, disfrutando al ver cómo
someto a interrogatorios a mis interlocutores y en más de una ocasión se ponen ellos mismos a
imitarme examinando a las gentes. Y es cierto que han encontrado a un buen grupo de personas
que se pavonean de saber mucho pero que en realidad poco o nada saben. Y, en consecuencia,
los ciudadanos examinados y desembaucados por estos, se encoraginan contra mí, -y no contra sí
mismos que sería lo más lógico-, de aquí nace el rumor de que corre por ahí un cierto personaje
llamado Sócrates, de lo más siniestro y malvado, corruptor de la juventud de nuestra ciudad. Pero
cuando alguien les pregunta qué es lo que en realidad enseño, no saben qué responder, pero para
no hacer el ridículo, echan mano de los tópicos sobre los nuevos filósofos: «que investigan lo
que hay sobre el cielo y bajo la tierra, que no creen en los dioses y de saber hostigar para hacer
más fuerte los argumentos más débiles». Todo ello, antes que decir la verdad, que es una y muy
clara: que tienen un barniz de saber, pero que en realidad no saben nada de nada. Y como, en mi
opinión, con gente susceptible y quisquillosa, amén de numerosa, y que cuando hablan de mí, se
apasionan y acaloran, os tienen los oídos llenos de calumnias graves, durante largo tiempo
alimentadas. Y de entre éstos es de donde han surgido Meletos y sus cómplices, Anitos y Licón.
Meletos en representación de los resentidos poetas; Anitos, en defensa de los artesanos y
políticos, y Licón, en pro de los oradores.
Así pues, me maravillaría, -como ya dije anteriormente-, de que en el poco tiempo que se me
otorga para mi defensa, fuera capaz de desvanecer calumnias tan bien arraigadas.
Esta es, oh atenienses, la pura verdad de lo sucedido y os he hablado sin ocultar ni disimular
nada, sea importante o no. Sin embargo, estoy seguro que con ello me estoy granjeando nuevas
enemistades; la calumnia me persigue y éstas son sus causas. Y si ahora, o en otra ocasión,
queréis indagarlo, los hechos os confirmarán que es así.
Por lo que hace referencia a las acusaciones aducidas por mis primeros detractores, con lo dicho
basta, para mi defensa ante vosotros.
Por lo que, ahora, toca defenderme contra Meletos, el honrado y entusiasta patriota Meletos,
según el mismo se confiesa y con él, al resto de mis recientes acusadores.
Veamos cuál es la acusación jurada de éstos, -y ya es la segunda vez que nos la encontramos-, y
démosle un texto como a la primera. El acta diría así:
Sócrates es culpable de corromper a la juventud, de no reconocer a los dioses de la ciudad, y
por el contrario, sostiene extrañas creencias y nuevas divinidades.
La acusación es ésta. Pasemos, pues, a examinar cada uno de los cargos.
Se me acusa, primeramente, de que corrompo la juventud.
Yo afirmo, por el contrario, que el que delinque es el propio Meletos al actuar tan a la ligera en
asuntos tan graves como es el convertir en reos a ciudadanos honrados; abriendo un proceso so
capa de hombre de pro y simulando estar preocupado por problemas que jamás le han
preocupado. Y de que esto sea así, voy a intentar hacéroslo ver.
Acércate, Melitos, y respóndeme:
"¿No es verdad que es de suma importancia para ti el que los jóvenes lleguen a ser lo mejor
posible?"
"Ciertamente."
"Ea, pues, y de una vez: explica a los jueces, aquí presentes, quién es el que los hace mejores.
Porque es evidente que tú lo sabes ya que dices tratarse de un asunto que te preocupa. Y
además, presumes de haber descubierto al hombre que los ha corrompido, que según dices soy
yo, haciéndome comparecer ante un tribunal para acusarme. Vamos, pues, diles de una vez
quien es el que los hace mejores. Veo, Meletos, que sigues callado y no sabes qué decir. No es
esto vergonzoso y una prueba suficiente de que a ti jamás te han inquietado estos problemas?
Pero vamos hombre, dinos de una vez quien los hace mejores o peores."
"Las leyes."
"Pero, si no es eso lo que te pregunto, amigo mío, sino cuál es el hombre, sea quien sea, pues se
da por supuesto que las leyes ya se conocen."
"Ah sí, Sócrates, ya lo tengo. Esos son los jueces."
"¿He oído bien, Meletos? ¿Que quieres decir? ¿Qué estos hombres son capaces de educar a los
jóvenes y hacerlos mejores?"
"Ni más ni menos."
"Y, ¿cómo? ¿a todos o a unos si y a otros no?"
"Todos sin excepción."
"¡Por Hera!, que te expresas de maravilla. ¡Qué grande es el número de los benefactores, que
según tú sirven para este menester...! Y, ¿el público aquí asistente, también hace mejores o
peores a a nuestros jóvenes?"
"También."
"¿Y los miembros del Consejo?"
"Esos también."
"Veamos, aclárame una cosa: ¿serán entonces, Meletos, los que se reúnen en Asamblea, los
asambleístas, los que corrompen a los jovenes? O, ¿también ellos, en su totalidad los hacen
mejores?"
"Es evidente que si."
"Parece, pues, evidente que todos los atenienses contribuyen a hacer mejores a nuestros jóvenes.
Bueno; todos, menos uno, que soy yo, el único que corrompe a nuestra juventud. Es eso lo que
quieres decir?"
"Sin lugar a dudas."
"Grave es mi desdicha, si esa es la verdad. ¿Crees que seria lo mismo si se tratara de domar
caballos y que todo el mundo, menos uno, seria capaz de domesticarlos y que uno sólo fuera
capaz de echarlos a perder? o, más bien, ¿no es todo lo contrario?, que uno sólo es capaz de
mejorarlos, o muy pocos, y que la mayoría, en cuanto los montan, pronto los envician? ¿No
funciona así, Meletos, en los caballos y en el resto de los animales? Sin ninguna duda, estéis o
no estéis de acuerdo, Anitos y tú. ¿Qué buena suerte la de los jóvenes si sólo uno pudiera
corromper les y el resto ayudarles a ser mejores. Pero la realidad es muy otra. Y se te ve
demasiado el que jamás te hayan preocupado tales cuestiones y que han motivado el que me
hicieras comparecer ante este Tribunal. Pero, ¡por Zeus!, dinos todavía: que vale más, ¿vivir
entre ciudadanos honrados o entre malvados? Ea, hombre, responde, que tampoco te pregunto
nada del otro mundo. ¿Verdad que los malvados son una amenaza y que pueden acarrear algún
mal, hoy o mañana, a los que conviven con ellos?"
"Sin lugar a duda."
"¿Existe algún hombre que prefiera ser perjudicado por sus vecinos, o todos prefieren ser
favorecidos? Sigue respondiendo, honrado Meletos, porque además la ley te exige que contestes,
hay alguien que prefiera ser dañado?"
"No, desde luego."
"Veamos pues: me has traído hasta aquí con la acusación de que corrompo a los jóvenes y de
que los hago peores. Y esto, lo hago, ¿voluntaria o involuntariamente?"
"Muy a sabiendas de lo que haces, sin lugar a duda."
"Y tú, Meletos, que aún eres tan joven, ¿me superas en experiencia y sabiduría hasta tal punto
de haberte dado cuenta de que los malvados producen siempre algún perjuicio a las personas
que tratan y los buenos algún bien, y considerarme a mí en tal grado de ignorancia, que ni sepa
si convierto en malvado a alguien de los que trato diariamente, corriendo el riesgo de recibir a
la par algún mal de su parte, que este daño tan grande, lo hago incluso intencionadamente?
"Esto, Meletos, a mí no me lo haces creer y no creo que encuentres quien se lo trague:yo no soy
el que corrompe a los jóvenes y en caso de serlo, sería involuntariamente y, por tanto, en ambos
casos, te equivocas o mientes.
"Y si se probara de que yo los corrompo, desde luego tendría que concederse que lo hago
involuntariamente. Y en este caso, la ley ordena, advertir al presunto autor en privado, instruirle
y amonestarle, y no, de buenas a primeras, llevarle directamente al Tribunal. Pues es evidente,
que una vez advertido y entrado en razón, dejaría de hacer aquello que inconscientemente dicen
que estaba haciendo. Pero tú, has rehuido siempre el encontrarte conmigo, aunque fuera
simplemente para conversar o, simplemente, para corregirme y has optado por traerme
directamente aquí, que es donde debe traerse a quienes merecen un castigo y no a los que te
agradecerían una corrección. Es evidente, Meletos, que no te han importado ni mucho ni poco
estos problemas que dices te preocupan.
"Aclaremos algo más: explícanos cómo corrompo a los jóvenes, ¿no es, -si seguimos el acta de
la denuncia-, que es enseñando a no honrar a los dioses que la ciudad venera y sustituyéndoles
por otras divinidades nuevas?. ¿Será, por esto, por lo que los corrompo?"
"Precisamente eso es lo que afirmo."
"Entonces, y por esos mismos dioses de los que estamos hablando, explícate con claridad ante
esos jueces y ante mí, pues hay algo que no acabo de comprender: ¿O sea que yo enseño a creer
que existen algunos dioses, y en este caso, yo en modo alguno soy ateo ni de linquo, o bien, dices,
por esta parte, que en concreto no creo en los dioses del Estado, sino en otros diferentes, y es
por eso por lo que me acusas o más bien sostienes que no creo en ningún dios y que además
estas ideas las inculco a los demás?
"Eso mismo digo: que tú no aceptas ninguna clase de dioses."
"Ah, sorprendente Meletos, ¿para qué dices semejantes extravagancias? O, ¿es que no
considero dioses al sol, a luna, como creen el resto de los hombres?"
"¡Por Zeus! Sabed, oh jueces, lo que dice: el sol es una piedra y la luna es tierra."
"¿Te crees que estás acusando a Anaxágoras, mi buen Meletos? O, ¿desprecias a los presentes
hasta tal punto de considerarlos tan poco eruditos que ignoren los libros de Anaxágoras el
Clazomenio, llenos de tales teorías? Y, más aún: ¿los jóvenes van a perder el tiempo escuchando
de mi boca lo que pueden aprender por menos de un dracma, comprándose estas obras en
cualquiera de las tiendas que hay junto a la orquesta y poder reírse después de Sócrates si este
pretendiera presentar como propias estas afirmaciones, sobre todo, y, además, siendo tan
desatinadas? Pero, ¡por Júpiter!, ¿tal impresión te he causado que crees que yo no admito los
dioses?, ¿absolutamente ningún dios?"
"Sí, ¡Y también por Zeus!: tú no crees en dios alguno."
"Increíble cosa la que dices, Meletos. Tan increíble que ni tu mismo acabas de creerte la. "
Me estoy convenciendo, atenienses, de que este hombre es un insolente y un temerario y que en
un arrebato de intemperancia, propios de su juvenil irreflexión, ha presentado esta acusación. Se
diría que nos está tramando un enigma para probarnos:
«A ver si este Sócrates, tan listo y sabio, se da cuenta de que le estoy tendiendo una trampa, no
sólo a él, ino también a todos los aquí presentes, pues en su declaración, yo veo claramente que
llega a contradecirse." Es como si dijera: «Sócrates es culpable de no creer en los dioses, pero
cree que los hay.»
Decidme, pues, si esto no parece una broma y de muy poca gracia. Examinad, conmigo,
atenienses, el porqué me parece dice esto. Tú Meletos, responde, y a vosotros, -como ya os llevo
advirtiendo desde el principio-, os ruego que prestéis atención, evitando cuchicheos porque siga
usando el tipo de discurso que es habitual en mí.
"¿Hay algún hombre en el mundo, oh Meletos, que crea que existen cosas humanas, pero que no
crea en la existencia de hombres concretos? Que conteste de una vez y que deje de escabullirse
refunfuñando. ¿Hay alguien que no crea en los caballos, pero sí que admita, por el contrario, la
existencia de cualidades equinas?, o, ¿quien no crea en los flautistas pero si que haya un arte de
tocar la flauta? No hay nadie, amigo mío. Y puesto que no quieres, o no sabes contestar, yo
responderé por ti y para el resto de la Asamblea: ¿Admites o no, contigo el resto, que puedan
existir divinidades sin existir al mismo tiempo dioses y genios concretos?"
"Imposible."
"¡Qué gran favor me has hecho con tu respuesta, aunque haya sido arrancada a regañadientes!
Con ella afirmas que yo creo en cualidades divinas, nuevas o viejas, y que enseño a creer en
ellas, según tu declaración, sostenida con juramento. Luego, tendrás que aceptar que también
creo en las divinidades concretas, no es así? Puesto que callas, debo pensar que asientes.
"Y ahora, bien, prosigamos el razonamiento: ¿no es verdad que tenemos la creencia de que los
genios son dioses o hijos de los dioses? ¿Estás de acuerdo, sí o no?"
"Lo estoy."
"En consecuencia, si yo creo en las divinidades, como tú reconoces, y las divinidades son dioses,
entonces queda bien claro de que tú pretendes presentar un enigma y te burlas de nosotros, pues
afirmas, por una parte, que yo no creo en los dioses, y, por otra, que yo creo en los dioses,
puesto que creo en las divinidades. Y si estas son hijas de los dioses, aunque fueran sus hijas
bastardas, habidas de amancebamiento con ninfas o con cualquier otro ser, -como se
acostumbra a decir-, ¿quién, de entre los sensatos, admitiría que existen hijos de dioses, pero
que no existen los dioses? Sería tan disparatado como el admitir que pueda haber hijos de
caballos y de asnos, o sea, los mulos, pero que negara, al mismo tiempo, que los caballos y
asnos existen.
"Pero, lo que ha pasado, Meletos, es que, o bien pretendías quedarte con nosotros, probándonos
con tu enigma o, que de hecho, no habías encontrado nada realmente serio de qué acusarme. Y
dudo que encuentres algún tonto por ahí, con tan poco juicio, ue crea que una persona pueda
creer en demonios y dioses, y al mismo tiempo, no creer en demonios o dioses o genios. Es
absolutamente imposible."
Así pues, creo haber dejado bien claro de que no soy culpable, si nos atenemos a la acusación de
Meletos.Con lo dicho, basta y sobra.
Pero, como llevo machaconamente dicho, hay mucha animadversión contra mí, y son muchos los
que la sustentan. Podéis estar seguros, que eso sí que es verdad.Y es eso lo que va a motivar mi
condena. No esas incongruencias de Meletos y Anitos, sino la malevolencia y la envidia de tanta
gente.Cosas que ya han hecho perder demasiadas causas a muchos hombres de bien y que las
seguirán perdiendo, pues estoy seguro de que esta plaga no se detendrá con mi condena.
Quizá alguno de vosotros, en su interior, me esté recriminando:
«¿No te avergüenza, Sócrates, el que te veas metido en estos líos a causa de tu ocupación y que
te está llevando al extremo de hacer peligrar tu propia vida?»
A éstos les respondería, y muy convencido por cierto:
"Te equivocas completamente, amigo mío, si crees que un hombre con un mínimo de valentía
debe estar preocupado por esos posibles riesgos de muerte antes que por la honradez de sus
acciones, preocupándose sólo por si son fruto de un hombre justo o injusto. Pues, según tu
razonamiento, habrían sido vidas indignas las de aquellos semidioses que murieron en Troya, y
principalmente el hijo de la diosa Tetis, para quien contaba tan poco la muerte, si había que
vivir vergonzosamente, que llegó a despreciar tanto los peligros, que, deseando ardientemente
matar a Héctor para vengar la muerte de su amigo Patroclo, a su madre, la diosa, que más o
menos le decía:
"Hijo mío, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo y matas a Héctor,
tú mismo morirás, pues tu destino está unido al suyo»,
Después de oír esto, tuvo a bien poco a la muerte y el peligro, temiendo mucho más el vivir
cobardemente que el morir por vengar a un amigo, replico:
«Prefiero morir aquí mismo, después de haber castigado al asesino,
que seguir vivo, objeto de burlas y desprecios, siendo carga inútil de la tierra,
arrastrando me junto a las naves cóncavas».
¿Se preocupó, pues, de los peligros y de la muerte?
Y es que así debe ser, atenienses. Quien ocupa un lugar de responsabilidad, por creerse que es el
mejor, o bien, porque allá le han colocado los que tengan autoridad, allí debe quedarse,
resistiendo los peligros sin echar cuentas para nada ni con la muerte ni con otro tipo de
preocupaciones, sino es con su propia honra.
Así pues, vergonzosa y mucho más sería mi conducta, si yo, que siempre permanecí en el puesto
que mis jefes me asignaron que afronté el riesgo de morir, como tantos otros hicieron, obedientes
a los estrategas que vosotros elegisteis en las campañas de Potidea, Anfípolis y Delión, ahora,
que estoy plenamente convencido de que es un dios el que me manda vivir buscando la
sabiduría, examinándome a mí mismo y a los demás, precisamente ahora, me hubiera dejado
vencer por el miedo a la muerte o cualquier otra penuria y hubiera desertado del puesto asignado.
Sería, indiscutiblemente, mucho más deshonroso, y con ello sí que me haría merecedor de que
alguien me arrastrara ante los tribunales de justicia por no creer en los dioses, puesto que
desobedecía al oráculo, por temer a la muerte y por creerme sabio sin serlo.
En efecto, el temor a la muerte no es otra cosa que creerse sabio sin serlo: presumir saber algo
que se desconoce. Pues nadie conoce qué sea la muerte, ni si en definitiva se trata del mayor de
los bienes que pueden acaecer a un humano. Por el contrario, los hombres la temen como si en
verdad supieran que sea el peor de los males.Y, cómo no va a ser reprensible esta ignorancia por
la que uno afirma lo que no sabe? Pero, yo, atenienses, quizá también en este punto me
diferencio del resto de los mortales y si me obligaran a decir en qué yo soy más sabio, me
atrevería a decir que, en desconociendo lo que en verdad acaece en el Hades, no presume
saberlo.
Antes por el contrario, sí que sé, y me atrevo a proclamarlo, que el vivir injustamente y el
desobedecer a un ser superior, sea dios o sea hombre, es malo y vergonzoso. Temo, pues, a los
males que sé positivamente sean tales, pero las cosas que no sé si son bienes o males, no las
temeré, ni rehuiré afrontarlas. Así que, aun en el caso de que me absolvierais, desestimando las
acusaciones de Anitos, que en definitiva ha llegado a exigir que yo debiera haber comparecido
ante este Tribunal y una vez comparecido, merecía ser condenado a muerte, diciéndoos que si
salía absuelto, vuestros hijos correrían el peligro de dedicarse a practicar mis enseñanzas y todos
caerían en la corrupción, si a mí, después de todo esto, llegaran a decirme:
«Sócrates, nosotros no queremos hacer caso a Anitos, sino que te absolvemos, pero con la
condición de que no molestes a los ciudadanos y abandones tu filosofar. De manera, que en la
próxima ocasión en que te encontremos ocupados en tales menesteres, debemos condenarte a
morir.»
Si vosotros me absolvierais con esta condición, os replicaría:
«Agradezco vuestro interés y os aprecio, atenienses, ero prefiero obedecer antes al dios que a
vosotros y mientras tenga aliento y las fuerzas no me fallen, tened presente que no dejaré de
inquietaros con mis interrogatorios y de discutir sobre todo lo que me interese, on cualquiera
que me encuentre, a la usanza que ya os tengo acostumbrados»
Y aún añadiría:
«Oh tú, hombre de Atenas y buen amigo, ciudadano de la polis más grande y de la más
renombrada por su intelectualidad y su poderío, no te avergüenzas de estar obsesionado por
aumentar al máximo tus riquezas y con ello, tu fama y honores, y por el contrario descuidas las
sabiduría y la grandeza de tu espíritu, y cómo lograr engrandecerlas?» Y si alguno de vosotros
me lo discute y presume de preocuparse por tales cosas, no le dejaré marchar, ni yo me alejaré
de su lado, ino que le someteré a mis preguntas y le examinare y si no me parece que está en
posesión de la virtud, aunque afirme lo contrario, le haré reproches porque aquello que más
estima merece, él lo valora en poco o en nada, en tanto que prefiere las cosas más viles y
despreciables"
Este será mi modo de obrar con todo aquél que se me cruce por nuestras calles, sea joven o
mayor o forastero o ateniense, pero preferentemente con mis paisanos, por cuanto tenemos una
sangre común. Sabed que esto es lo que me manda el dios.
Enteraos bien: estoy convencido de que no ha acaecido nada mejor a esta polis que mi labor al
servicio del dios.
En efecto, yo no tengo otra misión ni oficio que el ir deambulando por las calles para persuadir a
jóvenes y ancianos de que no hay que inquietarse por el cuerpo ni por las riquezas, sino como ya
os dije hace poco, en cómo conseguir que nuestro espíritu sea el mejor posible, insistiendo en
que la virtud no viene de las riquezas, sino que las riquezas y el resto de bienes y la categoría de
una persona vienen de la virtud, que es la fuente de bienestar para uno mismo y para el bien
público. Y si por decir esto corrompo a los jóvenes, mi actividad debería ser condenada por
perjudicial; pero si alguien dice que yo enseño otras cosas, se engaña y pretende engañaros.
Resumiendo, pues, oh atenienses, creáis a Anitos o no le creáis, me absolváis o me declareis
culpable, yo no puedo actuar de otra manera, mil veces me condenarais a morir.
No os pongais nerviosos, atenienses, y dejad de alborotar, por favor, como os llevo repitiendo
tantas veces, para que podáis escucharme, pues sigo convencido de que os beneficiaréis si no me
interrumpís. Tengo que añadir aún algo que quizá os provoque tanto que tengais que
manifestaros gritando, pero evitad lo si podéis.
Si me matáis por ser lo que soy, no es a mí a quien castigáis ni infringís el más mínimo daño,
sino que es a vosotros mismos. Pues a mi, ni Meletos ni Anitos pueden ocasionarme ningún mal,
aunque se lo propusieran.¿Cómo pueden hacerlo si estoy plenamente convencido de que un
hombre malvado jamás puede perjudicar a un hombre justo? No niego que puedan lograr mi
condena a muerte, el destierro, o la pérdida de derechos ciudadanos; penas que para muchos de
ellos puedan tratarse de grandes males, pero yo pienso que no lo son en modo alguno. Más bien
creo mucho peor hacer lo que él hace ahora: intentar condenar a un hombre inocente. Por eso
estoy muy lejos de lo que alguno quizá se haya creído: de que estoy intentando hacer mi propia
defensa. Muy al contrario, lo que hago es defenderos a vosotros para que al condenarme no
cometáis un error desafiando el don del dios. Porque si me matáis difícilmente encontraréis otro
hombre como yo, a quien el dios ha puesto sobre la ciudad, aunque el símil parezca ridículo,
como el tábano que se posa sobre el caballo, remolón, pero noble y fuerte y que necesita que un
aguijón le encorajine. Así, creo que he sido colocado sobre esta ciudad por orden del dios para
teneros alerta y corregiros, sin dejar de encorajinar a nadie, deambulando todo el día por calles y
plazas.
Un hombre como yo, no lo volveréis a encontrar, atenienses, por lo que si mi hicierais caso me
conservarías. Pero, en el caso de que vosotros, enojados como los que sobresaltados por el
aguijón de un molesto tábano, de una fuerte palmada y dóciles a las insinuaciones de Anitos, me
matarais impulsivamente, creyendo que os pasaréis el resto de vuestra vida tranquilos sin que
nadie moleste ya vuestros sueños, a no ser que el dios, preocupado por vosotros, os mande a
algún otro como yo.
Que yo sea un don del dios para esta ciudad, vais a convenceros con lo que voy a añadir: no
parece muy humano el que haya vivido descuidado de todos mis asuntos e intereses y que
durante tantos años dejé abandonados mis bienes, y en cambio esté siempre ocupándome de lo
vuestro, llegando a interesarme para que cada uno se ocupe del bien y de la virtud, como si yo
fuese su padre o hermano mayor. Y si de estas actividades sacara alguna ganancia o hiciera estas
exhortaciones mediante paga, aún tendría algún sentido que justificaría lo que hago. Pero
vosotros mismos podéis comprobar que a pesar de tantos reproches acumulados contra mí por
esa caterva de acusadores, no han tenido el atrevimiento ni de insinuar de que yo haya cobrado
alguna vez remuneración alguna. Y de que estoy diciendo la verdad presento al mejor y al más
fidedigno de los testigos: mi pobreza y la de los míos.
Quizá encontréis que sea un contrasentido el que yo me he pasado la vida exhortando a los
ciudadanos en privado y que me he metido en tantos líos, que no me haya atrevido a intervenir
en la vida pública, participando en vuestras Asambleas y aconsejando a la ciudad.
La explicación está en lo que me habéis oído decir tantas veces y en tan diversos sitios, es que se
da en mí una voz, manifestación divina o de cierto genio, y que me sobreviene muchas veces.
Incluso se habla de ella en la acusación de Meletos, aunque sea en tono despectivo. Es una voz
que me acompaña desde la infancia y se hace sentir para desaconsejar me algunas acciones pero
que jamás me ha impulsado a emprender de nuevas. Esta es la causa que me ha impedido
intervenir en la política.Y me lo ha desaconsejado, creo yo, muy razonablemente. Porque lo
sabéis muy bien: si hace tiempo me hubiera metido en política, hace tiempo que ya estuviera
muerto y por ello no habría sido útil, ni a vosotros, ni a mí mismo.
Y no os irritéis contra mí porque os diga la verdad, una vez más. No hay nadie que pueda salvar
su vida, si valientemente se opone a vosotros o a cualquier otra Asamblea y se empeña en
impedir las múltiples injusticias e irregularidades que se cometen en cualquier ciudad. En
consecuencia, quien quiera luchar por la justicia, debe tener muy presente si es que quiere vivir
muchos años que se confòrme con una vida retirada y que no se ocupe de los asuntos públicos.
Y voy a daros pruebas contundentes de ello, no con palabras, sino con lo que tiene mayor fuerza
ante cualquier auditorio: los hechos.
Escuchad lo que me ha ocurrido para que comprobéis que yo no cedo ante nadie. El temor a la
muerte es impotente para hacerme desistir de algo que sea contrario a la justicia.
Os voy a relatar cosas pesadas, a la manera de los abogados, pero todas ciertas.
Yo no he ejercido cargos públicos más que en dos ocasiones: cuando siendo miembro del
Consejo coincidió que nuestra tribu de Antióquida, ejercía su turno de Presidencia y vosotros
estabais deliberando qué hacer con aquellos diez estrategas que no habían recogido los cuerpos
de los soldados caídos en la la batalla naval y se intentó juzgarlos a todos juntos. Esto estaba en
contra de nuestras leyes como después se demostró.
Entonces yo sólo, y en contra de todos los Prítanos, me opuse a que vosotros hicierais algo en
contra de la ley y voté en contra de todos. Y a pesar de que los oradores, alentados por vuestras
protestas y vuestro apasionamiento, exigían abrirme un proceso para llevarme ante los tribunales,
creí que era mucho mejor estar de parte de la ley y de la Justicia, aunque me supusiera graves
peligros, que ponerme de vuestra parte en busca de seguridades, si por ello debía ir en contra de
la justicia o era movido por el temor de la muerte o del encarcelamiento. Y esto ocurrió cuando
Atenas era gobernada por la democracia.
Pero también, bajo el régimen oligárquico de los Treinta fuí requerido, juntamente con otros,
para que me presentara ante el Tolos, y nos ordenaron que nos trasladáramos a Salamina para
buscar al estratega León y colaborar en su muerte.
Misiones de este tipo encomendaban a muchos otros para comprometer a cuantos más pudieran
en su criminal gestión de gobierno.Y entonces, volví a demostrar, no con palabras, sino con los
hechos, que la muerte lo digo sin ambages, no me importa lo más mínimo, mientras que intentar
no cometer acciones injustas es para mí lo más importante. E incluso aquel régimen que
presumía de duro, y en verdad lo era, no pudo doblegarme para hacer un acto injusto.Y cuando
salimos del Tolos, os otros cuatro se dirigieron a Salamina para cumplir tan injusta orden y
traerse a León, pero yo me fui tranquilamente a mi casa. Por este motivo es muy posible que ya
hubiera encontrado entonces la muerte, pero aquel régimen cayó poco después. De todo esto
muchos de vosotros podéis ser testigos.
Y bien: ¿acaso creéis que yo hubiera vivido muchos años si me hubiera dedicado a la política, si,
portándome como es propio de quien antepone su honradez a sus intereses, hubiera hecho de la
defensa de la justicia mi compromiso, anteponiéndole, como debe ser, por encima de todo? Ni
mucho menos, atenienses, como tampoco ningún otro que lo intente de esta manera.
Pero yo, durante toda mi vida, ya sea en las cuestiones de interés público en que he intervenido o
en las privadas, he sido siempre el mismo y jamás he actuado contra la justicia, ni he permitido
hacerlo a aquéllos que mis acusadores denominan mis discípulos, ni a los demás.
Pero, aunque jamás he sido maestro de nadie, si alguien, joven o mayor, ha sentido deseos de
oírme u observarme, nunca lo he rehusado. No soy hombre que hable por dinero o que me calle
si me lo dan. Estoy a total disposición tanto del rico como del pobre para que me pregunten
cuanto deseen y todos podéis contrastar lo que digo. Jamás me he negado a dialogar. Y si alguno,
por todo ello, se convierte en un hombre mejor o peor, no se me eche a mí el mérito ni el castigo,
ya que jamás prometí a nadie ningún tipo de enseñanza ni de hecho la enseñé. Por ello, si sale
alguien que dice que ha aprendido algo porque ha recibido lecciones mías, sean particulares o
públicas, podéis estar seguros que os está mintiendo.
Ya lo habéis oído, atenienses, os he dicho sólo la verdad: les resulta intrigante ver cómo
interrogo a los que presumen de sabios, pero que de hecho no lo son.
Sostengo que ese es el mandato que he recibido del genio, ya sea en sueños, oráculos o por
cualquiera de los medios normales con que un dios acostumbra a servirse para asignar a un
hombre una misión. Esa es la verdad y no es nada difícil probarla. Pues si yo hubiera dejado una
estela de jóvenes corrompidos, aun ahora los fuera corrompiendo, es natural que alguno, o todos,
estarian aqui presentes para acusarme y exigir el castigo y si ellos no se atreviesen, sus padres o
hermanos vendrían en su lugar por considerar que se ha causado daño a alguien de su familia.
Por el contrario veo a muchos de ellos sentados entre vosotros:primero a Critón, de mi misma
edad y del mismo demos, padre dc Critóbulo, también aquí presente: después a Lisanias, del
distrito de Esfeto, padre de Esquines, quien tenéis aquí también, y ved a Antifonte, del distrito de
Cefisia, padre de Epigenes, y a esos otros cuyos hermanos han estado presentes en las
conversaciones aludidas: Nicóstrato, hijo de Teozótides, hermano de Teódoto, -Teódoto murió y,
por tanto, no puede testimoniar-, Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era Téages;
Adimanto, hijo de Aristón, del cual es hermano Platón, ahí presente, y Ayantodoro, del cual es
hermano Apolodoro, ahí presente. Y podría citaros a muchos más, que incluso al propio Meletos
hubiera podido presentar como testigos de su pleito, y si no lo hizo por descuido o por olvido,
que lo haga ahora, a ver si encuentra a alguien que corrobore alguno de sus puntos. Pero
comprobaréis todo lo contrario, atenienses: todos están dispuestos a declarar a favor del que ha
sido su corruptor, el que ha destrozado sus familias, según Anitos y Meletos aseguran.
Cabría la posibilidad de que los ya corrompidos tuvieran alguna secreta razón para auxiliarme y
compartir mi responsabilidad, pero los no corrompidos y que son mayores de edad que ellos, sus
parientes, qué motivos pueden tener para ayudarme, si no es la que Anitos y Meletos están
mintiendo y de que yo estoy en la verdad?
Ya he dicho bastante, atenienses.Todo lo que pueda añadir en defensa propia, queda suficiente
aclarado con lo expuesto y aunque podría ir añadiendo nuevos aspectos, más o menos, serian del
mismo estilo.
Y quizá alguno se indigne al recordar que en otros casos de menos monta, se rogó y suplicó a los
jueces con lágrimas, haciendo comparecer ante el Tribunal a sus hijos para despertar compasión,
y si se terciaba, a sus parientes y familiares, y yo, en cambio, no hago ninguna de estas cosas a
pesar de que estoy corriendo, como se ve, el mayor de los peligros. Puede ser que alguno
echándose esas cuentas, tome hacia mí una actitud de despecho, y que irritado por mi forma de
actuar, deposite su voto con cólera. Pues bien: si en alguno de vosotros se da esta situación,
aunque ni afirmo de que se dé, sino que analizo esta posibilidad, ya tengo preparada la respuesta
que le daría:
"Amigo mío, también yo tengo una familia y también puedo aplicarme aquello de Homero:
"No he nacido ni de una encina ni de las rocas»,
sino de hombres. Tengo familiares, e incluso tres hijos, uno adolescente, por cierto, y dos de
corta edad. Y, sin embargo, a ninguno de ellos permitiré que suba a este estrado para suplicar
vuestro voto absolutorio.
¿Por qué no quiero hacer nada de todo esto? No es ni por fanfarronería ni mucho menos por falta
de consideración hacia vosotros. Que después afronte la muerte con firmeza o con flaqueza, esa
es otra cuestión. Pero, por mi buen nombre y por el vuestro, que es el de nuestra ciudad, mi edad
no me parece honrado echar mano de ninguno de estos recursos, y mucho menos, con la opinión
que se ha formado de que Sócrates se diferencia de la mayoría de los hombres. Si de entre
vosotros, los que destacan por su valentía o por su inteligencia o por cualquier otra virtud, se
comportasen de este modo, cosa fea sería. Alguna vez he visto a algunos de esos que son
considerados importantes, cuando se les está juzgando y temen sufrir alguna pena o la misma
muerte, su conducta me parece inexplicable, pues, parece que están convencidos de que si logran
de que no se les condene a muerte, después ya serán por siempre inmortales. Estos son la
deshonra y el oprobio de nuestra ciudad, porque pueden hacer creer a los extranjeros que
aquellos ciudadanos que distinguimos con honores y que elegimos para que ocupen las
magistraturas, no se diferencian en nada de las mujeres. Esas son escenas, atenienses, que los que
gozamos de cierto prestigio no debemos hacer, y si lo hacemos, vosotros no debéis permitirlo,
sino que más bien debéis estar dispuestos a demostrar que condenareis a quien ofrezca el triste
espectáculo de suplicar la compasión de sus jueces, dejando en ridículo a la ciudad.
Pero, aparte de la cuestión de mi buen nombre, tampoco me parece digno el ir suplicando a los
jueces y salir absuelto por la compasión comprada, sino que hay que limitarse a exponer los
hechos y tratar de persuadir, no de suplicar. Pues el jurado no está puesto para repartir la justicia
como si de favores se tratara, sino para decidir lo que es justo en cada caso; y lo que ha jurado es
interpretar rectamente las leyes, no a favorecer a los que le caigan bien.
Por tanto, no podemos permitirnos el perjurio a nosotros mismos, ni a los demás, pues ambos nos
haríamos reos de impiedad. No esperéis, pues, de mí, que recurra a artimañas ni acciones que no
sean rectas ni justas, y menos ahora, ¡oh por Zeus!, que estoy aquí acusado de impiedad por
Meletos. Pues es evidente que si con súplicas llegara a convenceros o bien os forzara a faltar a
vuestro juramento, os enseñaría a pensar de que no hay dioses y, así, con mi defensa, de hecho,
lo que haría sería condenarme a mí mismo por no creer en los dioses.
Pero no es así, ni mucho menos: yo creo en los dioses, como cualquiera de mis acusadores. Por
eso, atenienses, dejo en vuestras manos y en las de los dioses el decidir lo que va a ser mejor para
mi y para vosotros.
No me ha sorprendido ni indignado, oh atenienses, esta condena que acabáis de sellar con
vuestro voto. Y entre muchas razones, la primera, es que no me ha resultado inesperada; más
bien me sorprende el tan gran número de votos a mi favor, pues no sospechaba que se resolvería
así, sino que esperaba muchos más votos en contra mía. Pero ved que los resultados se hubieran
trastocado con sólo una treintena que hubieran votado mi absolución.
Por de pronto, que de la acusación de Meletos, según las cuentas que yo me hecho, he quedado
plenamente absuelto y no sólo absuelto, sino que incluso es evidente que si no hubieran
comparecido Anitos y Licón, hubieran sido condenados a pagar la multa de mil dracmas por no
haber alcanzado la quinta parte de los votos exigidos.
Ahora, este hombre propone la pena de muerte para mí.
Bien, ¿y qué contrapuesta os voy a hacer, atenienses?
Ciertamente que voy a proponer la que creo que me merezco. ¿Que cuál es? ¿Qué pena o castigo
tengo que sufrir por haberme empeñado tozudamente en no querer una vida tranquila y cómoda,
sino descuidando lo que obsesiona a la mayoría de las personas, como son sus bienes, sus
intereses personales, la dirección de ejércitos, el discursear en la Asamblea, dedicarme a la caza
de cargos públicos, sino que he permanecido neutral ante coaliciones y revueltas, por considerar
que soy demasiado honrado para poder salir ileso si intervengo en la política. Por ello, jamás me
he ocupado de aquellas cosas que ni a vosotros ni a mí pudieran reportar utilidad, y prefiriendo
hacer a cada uno de vosotros el máximo bien tratando de convencerle de que no se ocupara más
que de aquello que era de la máxima utilidad para sí mismo y lo más razonable. Y que no se
ocupara de los asuntos de la nación, sino de la nación misma, y que así procediera en todos los
asuntos.
Ahora bien, ¿qué debo sufrir por todo esto? Ciertamente, que algún bien, atenienses, si de verdad
hay que ser ecuánimes con arreglo a los merecimientos. Y, ¿qué bien puede ser el más apropiado
para un benefactor pobre que necesita todo el tiempo posible para poder dar consejos a sus
conciudadanos? Indudablemente que sólo hay una recompensa que haga justicia a los
merecimientos: mantener le a costa del Estado en el Pritaneo y con mayores merecimientos que
cualquiera de los ganadores de alguna carrera de caballos, o de carros por parejas o de las
cuadrigas que se celebran en Olimpia. Pues mientras éstos os hacen creer que os dan la felicidad,
yo os hago felices de verdad, y, por otro lado, ellos no precisan de vuestras pensiones y yo sí. En
resumen, si de verdad debo proponer la condena que merezco haciendo justicia, esa es la que
propongo:ser mantenido a costa del Estado en el Pritaneo.
Tal vez al oír esta proposición y ver el tono que uso, se repita en vosotros la misma impresión
que cuando hablaba de recurrir a lágrimas y súplicas: que os parezca arrogante mi
comportamiento. Pero no es esta mi intención, atenienses, aunque ésta es la única verdad: no
tengo conciencia de que voluntariamente jamás haya hecho mal a nadie, aunque no he podido
convenceros a la mayoría de vosotros porque no ha habido tiempo suficiente para ello.
Pues yo creo que si entre vosotros fuera ley, o que es costumbre en otros pueblos, de que las
cuestiones de pena capital no se dicte sentencia en el mismo día del juicio, sino después de uno o
de varios, estoy persuadido de que os convencería; pero, ahora, no es demasiado fácil rechazar
tan graves cargos en tan corto espacio de tiempo.
Estando convencido de no haber hecho mal a nadie injustamente, es lógico que tampoco me lo
haga a mí mismo hablando como si me mereciera un castigo o me condenara a mí mismo.
¿Qué tengo que temer? ¿Tal vez, el sufrir aquello que propone Meletos contra mí, cosa que
repito que aún no sé si es un bien o un mal? ¿Voy a decantarme hacia las cosas que sé que son
malas y proponer contra mí algún castigo concreto? ¿Tal vez la cárcel?
Y, ¿porqué tengo que encerrarme en una cárcel, a merced de los que vayan ocupando anualmente
el cargo de los Once, que son los vigilantes?
O, ¿tal vez proponer una multa y prisión hasta que no haya pagado el último plazo? Estamos en
lo mismo: debería estar siempre en la cárcel, pues no tengo con que pagar.
¿Me condenaré al exilio? Quizá sea esta la pena que a vosotros mayormente os satisfaga. Pero
debería estar muy apegado a la vida y muy ciego para no ver que si vosotros, mis paisanos, no
habéis podido soportar mis interrogatorios ni mis tertulias, sino que os han resultado molestos
hasta el extremo de obligaros a libraros de ellos, ¿cómo voy a esperar que unos extraños las
soporten más generosamente?
Es evidente que no lo soportarían, atenienses. Y, ¡vaya espectáculo el mío! A mis años
escapando de Atenas, vagando de ciudad en ciudad, convirtiéndome en un pobre desterrado.
Bien sé que a todas partes donde fuere, vendrían los jóvenes a escucharme con agrado, igual que
aquí. Pero si los rechazara, serían ellos los que rogarían a sus padres para que me exiliaran de su
ciudad, y si los acogiera, serían sus padres y familiares los que no pararían hasta hacerme la vida
imposible y tendría que volver a huir.
Oigo la voz de alguien que me recomienda:
"Pero Sócrates, ¿no serás capaz de vivir tranquilamente, en silencio, lejos de nosotros?"
Este es el sacrificio mayor que podíais pedirme, pues se trataría de desobedecer al dios y, por
tanto, jamás podría quedarme tranquilo si renunciara a mi misión. Y aunque no me creáis y os
penséis que os hablo con evasivas, debo deciros que el mayor de los bienes para un humano es el
ir manteniendo los ideales de la virtud con sus palabras y tratar de tantos temas como hemos
hablado, examinándome a mí mismo y a los demás, pues, una vida sin examen propio y ajeno no
merece ser vivida por ningún hombre, me creáis o no. Sin embargo, es tal cual os digo, pero ya
sé lo difícil que es convenceros. Pero tampoco soy de los que aceptan gratamente condenas
injustas. Si me sobrara el dinero me habría puesto una multa que fuera capaz de soportar, ustedes no
representaría un perjuicio para mí. Pero como no lo tengo, ois vosotros los que debéis tasar la
multa. Tal vez, rebuscando podría pagaros hasta una mina de plata. Así que, esta es la suma que
os propongo. Pero algunos de los presentes, como Platón, Critón y Critóbulo, me instan a que os
proponga ascender hasta treinta minas, de las que ellos se hacen fiadores. Propongo, pues, esta
nueva suma. Y tendréis en ellos a unos fiadores de total solvencia.
Por no querer aguardar un poco más de tiempo, os llevaréis, atenienses, la mala fama de haber
hecho morir a Sócrates, un hombre sabio, pues para avergonzaros, os dirán que yo era un sabio, a
pesar de no serlo. Si hubierais sabido esperar un poquito más, habría llegado el mismo desenlace
aunque de un modo natural, pues considerad la edad que tengo y cuán recorrido tengo el camino
de la vida y que cercana ronda la muerte. Lo dicho no va para todos, sino sólamente para los que
me habéis condenado a muerte.
Y a éstos aún tengo algo más que decirles: quizá penséis, atenienses, que es por falta de razones
o por la pobreza de mi discurso por lo que he sido condenado, me refiero a aquel tipo de
discursos que no he usado, en los que se recurre a todo tipo de recursos con tal de escapar del
peligro. Nada más lejos de la realidad. Sí, me he perdido por cierta falta pero no de palabras, sino
de audacia y osadía, y por querer negarme a hablar ante vosotros de la manera que os hubiera
satisfecho, entonando lamentaciones, y diciendo otras muchas cosas que yo sostengo que son
indignas e inesperadas en mí, aunque estéis acostumbrados a oirlas en otros. Pero yo, ni antes
creí que no hacía falta llegar a la deshonra para evitar los peligros, ni ahora me arrepiento de
haberme defendido así; pues prefiero morir por haberme defendido así, que vivir si hubiera
tenido que recurrir a medios indignos. Pues es evidente que muchos en los combates se escapan
de la muerte a costa de abandonar sus armas e implorar el perdón de los enemigos.En todos los
peligros hay muchas maneras de evitarlos, sobre todo para quienes están dispuestos a claudicar.
Pero lo más difícil no es el escapar de la muerte, sino el evitar la maldad, pues ésta corre mucho
más deprisa que la muerte. Y a mí, que ya soy viejo y ando algo torpe, me ha pillado la primera
de las dos, mientras que a mis acusadores, que aún son jóvenes y ágiles, van a ser atrapados por
la segunda.
Así, que ahora, yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vuestro voto, pero ellos marcharán
llenos de maldad y vileza, acusados por la verdad.Yo me atengo a mi condena, pero ellos deben
soportar también la suya. Tal vez era así, como debían transcurrir los hechos.Y pienso que
incluso están bien, al cual están.
Después de todo esto, quiero añadir lo que veo que os va a suceder a los que me habéis
condenado pues cuando los hombres van a morir es cuando gozan mayormente del don de
profetizar. Os predigo, que después de mi muerte caerá sobre vosotros, ¡por Zeus!, un castigo
mucho más duro del que me acabáis de infringir. Acabáis de condenarme con la esperanza de
quedar libres de responder de vuestro actos, pero, lo que os profetizo, es que las cuentas os van a
salir muy al revés: cada día aumentará el número de los que os van a exigir explicación de
vuestros actos y a los que hasta ahora yo he podido contener, aunque vosotros ni lo advertíais, y
tanto más duros serán, cuanto que son más jóvenes y por ello más exigentes y por todo ello,
viviréis aún mucho más enojados. Estáis rotundamente equivocados si creéis que la mejor
manera de iros desembarazando de los que os recriminan, es el de irlos matando. No es este el
modo más honrado de cerrar la boca a quienes os inquietan, sino que hay otro mucho más fácil:
no perjudicar a los demás y mejorar nuestra conducta en todo lo posible.
Con estas predicciones, como si de un oráculo fueran, quiero despediros de los que habéis votado
mi muerte.
Y ahora, me gustaría conversar con los que me habéis absuelto, conversando sobre lo que aquí ha
sucedido a la espera de que los magistrados acaben de trajinar con estos asuntos y que me
conduzcan a donde debo esperar la muerte. Permaneced, atenienses, conmigo el tiempo que esto
dure, pues nada nos impide platicar.
Querría mostraros, como amigos que sois, cuál es mi interpretación de lo que acabamos de vivir.
¡Oh jueces!, y os llamo jueces con toda propiedad por haberlo sido conmigo, algo sorprendente
me acaba de suceder y es, que aquella voz del daimon, que antes se me presentaba tan
frecuentemente para oponerse a cuestiones, incluso mínimas, si creía que iba a actuar a la ligera,
hoy, que según la mayoría acaba de sucederme lo peor que podía sufrir, como es encontrarme
con la muerte, no me ha alertado de la presencia de ningún mal. Ni al salir de casa esta mañana,
ni cuando subía al Tribunal, ni en ningún momento de mi apología, dijera lo que dijera, me ha
impedido seguir hablando, cuando en otras ocasiones llegó a quitarme la palabra en la mitad del
razonamiento, según lo que estuviera hablando. ¿Qué sospecho que hay detrás de todo esto?
Voy a aclararos lo: lo que me acaba de suceder es para mí un bien y, por tanto, no son válidas
nuestras conjeturas cuando consideramos la muerte como el peor de los males. Esta es la razón
de más peso para convencerme de ello: de lo contrario esa voz del genio se hubiera opuesto para
impedir los hechos, si lo que me iba a ocurrir se tratara de un mal y no de un bien.
Pero aún puedo añadir nuevas razones para convenceros de que la muerte no es una desgracia,
sino una ventura: una de dos: o bien la muerte supone ser reducido a la nada, y por ello no es
posible ningún tipo de sensación, o de acuerdo con lo que algunos dicen, simplemente se trata de
un cambio o mudanza del alma de éste hacia otro lugar.
Si la muerte es la extinción de todo deseo y es como una noche de profundo sueño, pero sin
ensoñar, ¡maravillosa ganancia sería! Es mi opinión de que si nos obligaran a escoger entre una
noche sin sueños pero plácidamente dormida, con otras noches con ensoñaciones o con otros días
de su vida, ue después de una buena reflexión tuvieran que escoger qué días y noches han sido los
más felices, pienso que no sólo cualquier persona normal, sino que incluso el mismísimo rey de
Persia, encontraría pocos comparables con la primera. Si la muerte es algo parecido, sostengo
que es la mayor de as ganancias, pues toda la serie del tiempo se nos aparece como una sola
noche.
Pero si la muerte es una simple mudanza de lugar, y si, aún más, es cierto lo que cuentan, que los
muertos están todos reunidos, oh jueces, ¿sois capaces de imaginar algún bien mayor?
Pues, uno, al llegar al reino del Hades, liberado de todos esos que aquí se hacen pasar y llamar
por jueces, os encontraremos con los que son auténticos jueces y que, según cuentan, siguen
ejerciendo sus funciones. A Minos, Radamanto y Triptólemo, y a toda una larga lista de
semidioses que fueron justos en su vida. Y, ¿qué me decís del poder reunirme con Orfeo, Museo,
Hesíodo y Homero?, ¿qué no pagaría cualquiera de vosotros si esto es así? En lo que a mí se
refiere, mil y mil veces, prefiero estar muerto si tales cosas son verdad! Qué maravilloso
pasatiempo sería para mí poder encontrarme con Palamedes, con Ayax, hijo de Telamón, y todos
los héroes de los tiempos pasados, víctimas también de otros tantos procesos injustos.Aunque sólo
fuera para poder comparar sus experiencias con las mías, a me daría por satisfecho. Mi mayor
placer sería pasar mis días interrogando a los de allá abajo, como durante toda mi vida terrena lo
he hecho con los de aquí, para ver quiénes entre ellos son los auténticamente sabios y quiénes
creen serlo, pero que en realidad no lo son. Qué precio no pagaríais, oh jueces, para poder
examinar a quien condujo contra Troya a aquel numeroso ejercito, o no digamos, si es el mismo
Ulises o Sísifo, o tantos hombres y mujeres que ahora no puedo ni citar? Estar con ellos, gozar de
su compañía e interrogarlos, sería el colmo de mi felicidad.
En cualquier caso, creo que Hades no me llevaría a un juicio y me condenaría a muerte por
profesar mi oficio. Ellos son, allá, mucho más felices que los de aquí y entre muchas razones por
la de ser inmortales para el resto de los tiempos, si es que son verdad las cosas que se dicen.
Vosotros también, oh jueces míos, debéis tener buena esperanza ante la muerte y convenceros de
que una cosa es cierta: la de que no hay mal posible para un hombre de bien, ni durante esta vida,
ni después en el reinado de la muerte, y que los dioses jamás descuidan los asuntos de estos
hombres justos. Lo que me ha sucedido a mí, no es fruto de la causalidad, sino que al contrario
veo claro que el morir y quedar libre de ajetreos, era lo mejor para mí.
Es por eso por lo que en ningún momento me ha disuadido la voz del genio y que por lo que
respecta por mi parte, o estoy enojado lo más mínimo contra mis jueces, ni contra mis
acusadores, a pesar de que no eran esas sus intenciones al acusarme y condenarme, sino la de
hacerme algún mal.
Y ahora debo pediros un último favor:
Cuando mis hijos lleguen a ser mayores, atenienses, castigad les, como yo os he incordiado
durante toda mi vida, si os parece que se preocupan más de buscar riquezas o negocios antes que
de la virtud. Y si presumen creer ser algo, sin serlo de verdad, reprochad les como yo os he
reprochado, exigiéndoles que se cuiden de lo que deben y no creerse ser algo, cuando en realidad
nada valen. Si hacéis esto, ellos y yo habremos recibido el trato que merecemos.
Y no tengo nada más que decir. Ya es la hora de partir.
Yo a morir, vosotros a vivir.
Entre vosotros y yo, ¿quién va a hacer mejor negocio?
Cosa oscura es para todos, menos para el dios.
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